El mar atiza desmedido y se dispone a ocupar el lugar del cielo. Ahí es donde requieres de toda la fuerza mental para no arrancarte del mundo. En el camarote, a las tres menos cuarto, la noche está ofuscada (…) parece que la crujía del barco se abriese como una fruta madura. La soledad del catre, tras horas de inquietud, se hace insoportable. A ratos deseo que acabe todo de golpe en el naufragio más espectacular de la historia".

Antonio Lucas describe en este pasaje de su primera novela, Buena mar, el momento más angustioso que vivió a bordo del Carrumeiro, un arrastrero gallego que lleva más de veinte años faenando en las apocalípticas aguas de Gran Sol. Estas líneas de Lucas, tan elementales y tan vividas, bien podrían relacionarse, en un bombardeo de metáforas inintencionado, con aquellos momentos en los que el ser humano es capaz de sentir el peligro de naufragio con los dos pies en la tierra.

Como en alta mar, muchos también viven el instante en el que las gaviotas y alcatraces desaparecen en busca de cobijo, las nubes ascienden y ennegrecen, el atardecer se tiñe de un rojo intenso, el agua comienza a golpear el casco en un principio de látigo sutil o amaina el viento para alimentar la ráfaga que tornará en un ímprobo soplo huracanado. Acecha el temporal.

Para algunos es un mareo inocente o un desmayo. Para otros es la enérgica opresión torácica, la paralización de los músculos laríngeos extrínsecos o la constante necesidad de satisfacer un picor que no lo produce ningún roce, herida o costra. Lo que a todo ello sucede es la frustración y el miedo a lo desconocido.

Horas de pruebas diagnósticas para encontrar un tumor que no existe, decenas de visitas a neurólogos, dermatólogos u otorrinos que no encuentran el bulto o el desgarro. El aumento de la sensación de irrealidad, la automatización de los pasos, la asfixia persistente. La aparición de la alteración visual, el tic nervioso, la incongruencia del temor a un naufragio mortal y el deseo de que el barco se parta en dos, y la creciente soledad provocada por el fallido intento de los tuyos por tratar de entender.

El instaurado pánico que siente el ser humano ante aquello a lo que no puede ponerle nombre acaba desapareciendo. Ya lo tienes. Es un trastorno. Lo haces tuyo, aprendes a moldearlo y a sacarle, burlón, la lengua. Comprendes que la tempestad se vestirá de intermitencia y que tabú, los cojones.

Entiendes que, como dijo Joseph Conrad, en su pasado marinero, "los temporales tienen su propia personalidad. Son adversarios cuyas artimañas debe uno desbaratar, cuya violencia debe uno resistir, y con los que, sin embargo, ha de vivir en la intimidad de las noches y los días".

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