Paco Guerrero
De Regalarte
C UANDO yo era niño, la palabra multiculturalidad ni siquiera existía. Mis rudimentarios conocimientos de las diversas etnias que habitaban el mundo provenían, por una parte, de las huchas de porcelana que en forma de cabezas de negritos, chinos o indios nos entregaban para que recogiésemos donativos el Día del Domund y, por otra, de la clasificación de razas que estudiábamos en la Enciclopedia Álvarez: "blanca, negra, amarilla, cobriza y aceitunada". Las tres primeras me resultaban fácilmente identificables y con la cobriza no tenía problemas porque los pieles rojas aparecían a cientos en las películas del Oeste que tanto me fascinaban, en cambio, a mis ojos, los extraños homínidos del color de las aceitunas se encontraban envueltos en un halo de vaguedad y misterio tanto en lo referente a su aspecto como a su localización geográfica. En un plano más cotidiano, estaba familiarizado con aquel negrito del África tropical que, cultivando, cantaba la canción del Cola-Cao; con una tienda de tejidos, en una de las esquinas de la Plaza Alta que tenía como nombre: La Africana (por muchas veces que me asome buscándola, jamás pude ver a una idem detrás del mostrador) y con Benítez, Mendoza y Jones, tres jugadores negros de la liga española, el primero un defensa uruguayo del Barcelona (el Alves de los sesenta) y los otros dos unos africanos que formaban una letal pareja en la delantera del Atlético de Madrid.
Ahora, sin embargo, lo habitual es el multiculturalismo y así lo que para mí resultaba insólito (ver a un negro o a un chino por la calle), se ha convertido en algo tan corriente que es hasta probable que nos invada una sensación de vacío si en transcurso de nuestra jornada no nos hemos cruzado con una chilaba o un kaftán. Aunque, en teoría, una sociedad multicultural es más deseable que una endogámica, la realidad nos enseña que esa fusión rara vez se produce (los emigrantes se suelen agrupar en guetos más o menos deteriorados donde persisten en sus costumbres nativas) y, en todo caso, se instaura una tensa convivencia en la que, en aras de la concordia, los naturales del país de acogida suelen transigir con hábitos y actitudes en las que es frecuente que se mezclen el fanatismo, la ignorancia y hasta la crueldad. Lo preocupante es que, apelando al progresismo social, seamos tan hospitalarios que prefiramos lo foráneo a lo autóctono al punto de que, por ejemplo, Algeciras, ciudad cristiana desde que un Domingo de Ramos Alfonso XI entró en ella, ande flirteando, de unos años a esta parte, con la cultura musulmana: erigiendo una estatua a Almanzor (algo así como si a Bin Laden le pusiesen un busto en Central Park), añorando -de la mano de nuestro Padre D. Blas- el pretendido esplendor de los Reinos de Taifas y, ahora, fomentando que una de las zonas principales de la ciudad (donde está el monumento a La Madre) remede con total fidelidad -para desesperación de los comerciantes de la zona que sí pagan impuestos- a las callejuelas moras con sus tercermundistas tenderetes de baratijas y desechos. ¿Qué será lo próximo… un alcalde sarraceno?
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