Tierra de palabras

Luciérnagas

Nunca un encuentro es igual a otro en el jardín en el que si lo deseas puedes convertir lo cotidiano en pura magia

La llegada de la noche nos regalaba una temperatura serena y el jardín frescura agradecido por el riego, por el alimento agua. Los pájaros, siempre presentes, despedían la luz con trinos magistrales. Nada parecía superar aquel instante mágico en el que dos amigas, terminada la jornada de trabajo, charlaban con apertura y franqueza de sus ocupaciones, que no preocupaciones, diarias. Ambas celebrando la existencia de un vivir cada vez más liviano y transitando las ausencias de los que ya nos dejaron sabiendo que del todo no se fueron. Sonrisas y lágrimas disolviéndose en la infusión de hierbaluisa. Aromas y emociones evaporándose en la noche. Cinco farolillos se fueron encendiendo como pequeñas cristalinas lunas al alcance de nuestras manos, alimentados por la luz del sol durante toda la tarde y la mañana ahora era la oscuridad la que les daba vida.

La amistad ya de por sí es un regalo, la compañía que cada vez se agradece más y se disfruta. La sosegada charla ajena a los chismes del mundo, centrada en las más íntimas acciones, en los nuevos descubrimientos que el trabajo interior te proporciona; en el autoconocimiento de lo que sabes te habita por herencia y de lo que deseas estar ya desheredada. Dos aventureras conscientes de la importancia de cada segundo en el que se nos permite transitar en la aventura.

Nunca un encuentro igual a otro en el jardín en el que si lo deseas puedes convertir lo cotidiano en pura magia, es solo necesario estar alerta a las señales. Y así, mientras mi amiga hablaba y yo escuchaba atentamente, cuando los minutos pasaban y dejaron en penumbra nuestras siluetas, a pocos metros del lugar donde nos encontrábamos divisé una pequeñísima luz en la tierra. Tal fue la fascinación que el descubrimiento me produjo que por un momento no quise compartir lo que creí que era por temor a levantar falsas expectativas. Comprobé en la distancia que no era ningún reflejo de alguna farola de fuera del recinto que le daba a algún objeto haciéndome ver un espejismo. Cuando tuve la certeza de que en el jardín había un nuevo visitante lo compartí con mi invitada y las dos acudimos a corroborar el descubrimiento: era una luciérnaga. Y a pocos metros de ella, agazapada entre las hojas, otra. Dos luciérnagas trayendo una sensación mágica al encuentro. Ni la menguante luna colgada del cielo ni las lunas cristalinas de la ventana… ellas dos esa noche presidieron la luz dándole sentido a todo.

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