Luces

La humanidad siempre se ha movido entre el deseo de conocer y la necesidad de engañarse

El insospechado auge de la superstición, en el más preciso sentido que define las creencias extrañas a la fe religiosa y contrarias a la razón, puede parecer paradójico en tiempos de omnipresente triunfo de la técnica, pero sin entrar ahora en lo que el entusiasmo de los tecnófilos tiene de latría, es decir de adoración irreflexiva, la humanidad siempre se ha movido entre el deseo de conocer y la necesidad de engañarse. Solemos situar en el siglo XVIII el momento en el que la ciencia se emancipó definitivamente de la teología, pero es claro que la Ilustración tuvo antecedentes y que en ciertos aspectos estos pueden remontarse hasta el Renacimiento. El mundo de los humanistas, sin embargo, estaba aún demasiado apegado a la autoridad de los antiguos que sólo en el XVII empezó a ser cuestionada por quienes defendían que ni la sabiduría de los clásicos ni los dogmas de la Iglesia podían rebatir las conclusiones derivadas de la observación directa. El “nacimiento de la mente moderna”, como lo llamaba A.C. Grayling en el subtítulo de La era del ingenio, está ligado al desarrollo de la ciencia como un terreno diferenciado de la religión y asimismo de las seudociencias –la magia, la alquimia, la cábala– que sólo entonces empezaron a constituirse como vías alternativas, igualmente maléficas a ojos de los inquisidores –que no hacían distingos entre los que se apartaban de la ortodoxia– y no todavía desechadas por filósofos tan eminentes como Newton o Boyle. En un panorama marcado por la guerra y las convulsiones políticas, los avances en disciplinas como la física y la astronomía aportaron un nuevo marco, incompatible, pese a los esfuerzos de Descartes, con el sostenido por los teólogos, cuyas consecuencias rebasaron el ámbito del conocimiento y sentaron las bases del programa ilustrado. Es mucho lo que debemos a los pioneros del racionalismo en aquella era turbulenta que en realidad no hizo sino propiciar el cambio. El método cartesiano, el empirismo de Bacon, las contribuciones de Locke, Hobbes, Leibniz o Spinoza, sin olvidar el papel del padre Mersenne como promotor de la idea de una comunidad científica, frente al secretismo de la tradición ocultista, convierten al Seiscientos en una antesala imprescindible para la eclosión de las Luces. Pero el cientifismo posterior, bien lo sabemos, tendría un reverso tenebroso. El optimismo ilustrado y su culto al progreso se han visto dramáticamente desmentidos en varios momentos de la Historia contemporánea y siguen suscitando hoy, en nuestro mundo poshumanista, dudas que no sólo tienen que ver con la pervivencia de la irracionalidad. También la vigilia de la razón produce monstruos.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios