Son las siete de la tarde y Kristina, sus hijos Sasha, de 12 años, y Yulia, de 18, y su marido, también Sasha, abandonan su casa de la Avenida Chervonoyi Kalynny, al sur de Lviv, en el oeste de Ucrania. Salen con prisa, apenas con lo puesto. No se detienen, no hablan con nadie, ni siquiera entre ellos. El silencio, en el todavía bullicio de una ciudad confundida, es sepulcral en sus cabezas.

No hay tiempo ni para sentir los tres grados bajo cero que encogen sus músculos y arañan sus huesos. Los cuatro suben al coche. Sasha enciende el motor y se dirige a la autovía que los llevará a la frontera con Polonia. El objetivo es acercarse lo máximo posible, no saben cuánto. Todo depende del primer control policial.

Lviv, que en los últimos días ha visto cómo ha aumentado su población ante la llegada de miles de refugiados, vivía una calma tensa. Las sirenas sonaban, pero el boom no llegaba. Hasta ayer, cuando se rompió esa incertidumbre, en ocasiones peor que la certeza de que un bombardeo se acercaba.

Kristina y su familia llegan a las afueras de Krakovets, donde se encuentra el primer punto de reunión de los que huyen. Las autoridades detienen el vehículo, no hace falta que ordenen a Sasha dar media vuelta. Lo sabe. Tiene prohibido salir de Ucrania. Así es la guerra, que exige a los hombres un valor que no deben por qué tener. La despedida es desoladora.

Kristina, Yulia y el pequeño Sasha emprenden a pie, por el arcén de la carretera y por el bosque helado después, el camino hacia Krakovets. Allí se encuentran con personas procedentes del este y sur de Ucrania. Han visto el horror. Lviv tampoco es suficientemente seguro para ellos. Ahora sabemos por qué. Jamás se perdonarían no abandonar el país cuando todavía pueden hacerlo. La escena es desesperanzadora. La guerra no es solo bombas y muertos. Es también el abandono del hogar en el que creciste, el rincón en el que diste el primer beso o el parque en el que tu pequeña, torpe, inocente, dio sus primeros pasos.

Las más de 20 horas que Kristina tiene que esperar en la cola para cruzar a Polonia hace que se replantee volver. Son las dos de la tarde y el autobús que se dirige a Madrid, donde vive parte de su familia, sale a la una de la madrugada desde Varsovia. Más tarde, lo consiguen. Apenas hay tiempo. Un polaco se ofrece a llevarlos hasta Varsovia. Es un trayecto de tres horas y media que realizan en apenas dos. El bus está ahí. Sus seres queridos todavía corren peligro. Están a salvo, no tranquilos. La desgracia que vive la población se sobreentiende. Por eso, cuando hoy le preguntas a un ucraniano en España cómo está su familia solo escucharás una respuesta: "Están vivos", dirán, si es que pueden hacerlo.

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