José Luis Tobalina

José Luis Tobalina / Erasmo Fenoy

EN este noviembre de agua y viento se enciende siempre en nuestras memorias el recuerdo del periodista y escritor José Luis Tobalina. Podría parecer un noviembre especial, porque se cumplen diez años desde que su figura perfilada de largo caballero estiloso se marchara para siempre de los atardeceres que tanto le gustaban. Pero no le encuentro relumbrón a este mes penúltimo. Debe ser porque no necesitamos, los que lo conocimos, recordatorios especiales.

Permanecen, tanto él como las cosas que hacía y su saber estar en este mundo, fijos en nuestras mentes. De hecho, sé que pasarán más décadas como éstas y nos seguiremos formulando la segura pregunta de respuesta conocida y pórtico del goce de hablar de él: ¿Te acuerdas de Tobalina? Cómo no. Imposible que no.

Ni hay ya redacciones de periódicos así, como la que compartimos entre 1995 y 2001, ni demasiados seres humanos con aquellas capacidades de reflexión, análisis, criterio y elección que tenía. No rememoro de él ni un gesto veloz, cocinero como era basado en la paciencia, la calidad y el contraste. Hacía siempre las últimas preguntas serias y despaciosas, decisivas para triunfar o evitar meteduras de pata antológicas y amplificadas públicamente hasta el infinito: ¿Tienes bien amarrado esto que vamos a publicar? ¿Seguro? ¿Confirmado? ¿Hay que comprobar algo más?

Era tan calmo que todos, alguna vez y casi sin excepción, pillábamos enormes cabreos contra su juiciosa forma de ser y trabajar. Parecía que no estaba. Y vaya si estaba. Era una referencia última de veracidad y rigor en lo que se contaba a los lectores. Y si no, no firmaba la página que se enviaba a la rotativa autorizando ese paso. Había entonces que rehacer las cosas y en paz.

Los últimos días fueron terribles. Lo sabíamos sin hablarlo. Para entonces ya hacía mucho que no trabajábamos en el mismo lugar, pero vivía en la distancia su autoridad periodística jamás impuesta y consustancial a su persona. Me sigue pasando y pienso que siempre será así. Tengo la plena convicción de que, cuando estaba aquí, Tobalina vivía en un espacio propio, elevado y personal de una bestial riqueza literaria, musical, artística y, por encima de todo y en definitiva, cultural. Le percibía un mundo íntimo muy superior. Como si casi todo lo que le rodease le quedase espectacularmente pequeño y hubiese tenido que crear ese emplazamiento para sí mismo.

Era generoso. Sabía regalar perlas procedentes de aquel lugar que para el resto era bastante inaccesible: sus textos, poemas, artículos, discos, libros, sobre todo sus conversaciones. Un ejemplo rápido: supo en una charla que me gustaba Portugal y, al día siguiente, se presentó con un disco de Misia que lleva por título Paixoes Diagonais. He mirado en internet y figura que fue en 1999. Escuchaba de forma inconmensurable. Jamás he conocido a nadie tan alejado de la vulgaridad y lo mundano.

Por todas estas razones y muchas más, su atractiva figura caballeresca de Humphrey Bogart del Estrecho, el terrible calor que sufría en verano, sus vaqueros gastados y sus camisetas formaban con él un todo que los periodistas y quienes le conocimos no vamos a olvidar jamás.

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