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La emancipación interpela a toda la sociedad, sin distinción de sexos, creencias o ideologías

Hace unos años, el veterano periodista Álex Grijelmo, que lleva muchos años analizando con sagacidad los usos y abusos del lenguaje, explicaba en uno de sus artículos que el término hembrismo, no reconocido por la RAE, se basa en una oposición interesada y falaz, pues mientras el uso despectivo de la voz macho, que es el que ha dado lugar a machismo, está perfectamente documentado desde hace siglos, no ocurre lo mismo con hembra, de modo que el empleo de aquel sólo puede ser fruto, como de hecho se aprecia en el discurso ultramontano –que por ejemplo niega la intolerable persistencia de la violencia feminicida, aunque veamos que va en aumento, o da absurdos e irritantes rodeos para evitar llamar a las cosas por su nombre– desde una mala fe orientada al desprestigio de la causa feminista. A estas alturas, por fortuna, no hace falta explicar que feminismo no se opone a machismo, pues nadie ignora que mientras el primero aboga por la plena igualdad entre los sexos, el segundo lo hace por la supremacía de los varones. Ahora bien, quizá Grijelmo –su artículo data de hace sólo cuatro años– se mostraba demasiado optimista a la hora de analizar el contexto no lingüístico, puesto que en los últimos tiempos puede detectarse una tendencia de la parte más enardecida e ideologizada de la militancia feminista, en pugna con otras corrientes del propio movimiento, a culpabilizar de forma indiscriminada a la población masculina en su conjunto. De acuerdo con sus postulados, todos los hombres son machistas de facto o en potencia, se diría que fatalmente predeterminados por una suerte de tara o inclinación congénita. Esta clase de afirmaciones, o la insistencia en supuestas cualidades específicas, tan improbables como las que tradicionalmente se han atribuido a los varones, apuntan a que sí existe, aunque sea minoritario, un supremacismo de signo inverso –no porque la misoginia esté mucho más extendida y sea incomparablemente más letal, deja de haber misandria– que reacciona a la milenaria dominación masculina desde un esencialismo apenas racional, traspasado por la fiebre identitaria y a veces no menos burdo que el de los machistas más recalcitrantes. La lucha por la emancipación y todos sus retos pendientes, en tanto que se refieren a derechos universales, interpelan a toda la sociedad, sin distinción de sexos, creencias o ideologías. No dependen de la tutela de graciosos benefactores o de facciones iluminadas, sino de una conciencia amplísimamente compartida que ha incorporado la igualdad real a los valores del humanismo, viejo término no marcado cuyo sentido es hoy más ancho y abarcador que nunca.

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