Aún recuerdo el primer día que entré en la cárcel. Primero registraron mi ajado maletín de profesor que custodiaba libros de Lengua, apuntes manuscritos, inservibles programaciones e improvisadas notas. Más tarde, camino del meollo de un recinto que estaba orlado de los peores prejuicios y de las más cinematográficas aprensiones, nueve puertas correderas se cerraron sucesivamente a mis espaldas.

"Un manotazo duro, un golpe helado".

Rejas móviles pintadas de azul cerraban pasillos interiores, insonorizados puentes, gélidas galerías, búnkeres de vigilancia, patios con grafitis del Estrecho, internos asomados a expectantes ventanas y rotondas de olivos. Luego, más garitas de control, bolsas de ropa, olor a cocinas, esperas de enfermerías e imposibles escorzos de la torre de la Palma en esquinas sobre las que se posaba la circular sombra de una torre de vigilancia siempre en hora.

"Temprano madrugó la madrugada".

Pisé corredores sin meridianos con el metódico silencio de los tiempos lentos hasta llegar al módulo donde cada miércoles debía impartir clases impulsadas por un director y un equipo que creía en la reinserción a pesar de los escasos medios. Arribé a un aula con barrotes azules donde esperé que llegaran unos alumnos que dieron sentido a la esencia del ejercicio docente. Allí enseñé sintaxis y gramática, fonética, semántica y perífrasis verbales, pero aprendí que había dignidad tras unos muros desvirtuados por la mala literatura y deshonrosas praxis. Conocí la labor de los funcionarios, los valores de la espera cuando apenas se tiene esperanza, los libros entre rejas adornadas con macetas, las sirenas sustituyendo a las campanas. Bajo techos metálicos sin internet ni móviles seguían vigentes códigos donde los silencios y las miradas eran fruto de largos encierros interiores en un espacio abierto a un cielo cambiante con rol de calendario. Durante aquellos años se mantenía un difícil equilibrio entre la naturaleza del lugar y la compleja etología humana. Allí tuve alumnos que conocieron las llagas del fracaso, la bilis del chantaje, la soledad más sonora, el punzante dolor de la pérdida, la sorda angustia de la desconfianza, las patrañas del miedo, pero tenían la necesidad de abrazarse al saber y la cultura en tiempos de naufragios consumados. En aquellas aulas sin pizarras digitales ni conexiones a redes entendieron el valor de la palabra como algo más que un medio de expresión y del arte como algo más que una balsa de la Medusa. Conocí a alumnos dignos, funcionarios dignos, personas dignas en un ámbito para muchos hostil y necesitado de incuestionables mejoras. Allí me sentí siempre seguro, protegido, realizando lo más noble de la profesión del docente: potenciar lo mejor de unos individuos para los que la formación era algo más que un derecho.

El reivindicativo director de la prisión de Algeciras ha sido apartado de su cargo. La vida ha vuelto a ser desatenta. Elegías del perdón y de la nada.

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