Al amparo de la Ilustración, movimiento cultural e intelectual que surge en Europa a mediados del siglo XVIII y que preconiza cambios culturales y sociales con el objetivo de "disipar las tinieblas de la ignorancia de la humanidad mediante las luces del conocimiento y la razón", los monarcas europeos entendieron que (sin renunciar, por supuesto, a su soberanía y al ejercicio de un poder absoluto e indivisible) era oportuno llevar a cabo reformas que potenciaran el desarrollo social, educativo y económico de sus pueblos. Estimulados por los mejores pensadores de su tiempo (Hobbes, Montesquieu, Voltaire, Rousseau, Jovellanos…) y con el inestimable apoyo de los 35 volúmenes de la recién publicada Enciclopedia de Diderot y d´Alambert, incentivaron la adquisición de conocimientos y la mejora de las condiciones de vida de sus súbditos, eso sí, sin perder sus privilegios ni los de la aristocracia que, convertida en cortesana, vivía de lujo al abrigo de la monarquía. Lo más característico de estas iniciativas de José II de Habsburgo, Federico II de Prusia, Catalina la Grande en Rusia o Carlos III en España era el paternalismo, esto es, prescindían del concurso y la opinión de los supuestamente beneficiados y de ahí su "todo para el pueblo pero sin el pueblo" o, como al parecer, haciendo gala de un sonrojante proteccionismo, proclamaba Carlos III: "Mis vasallos son como los niños que lloran cuando se les lava".

En las modernas democracias se supone que es el pueblo el depositario de la soberanía. Sin embargo, vemos que los políticos se han constituido en una casta (indiferente a las ideologías) capaz de hacer y deshacer a su antojo por encima de las leyes, las instituciones del estado y de cualquier contrapeso democrático. La voluntad popular queda supeditada a los políticos profesionales que son quienes deciden "lo que más nos conviene". Ejercen de déspotas, pero no como aquellos ilustrados del XVIII, cultos, paternalistas y, en el fondo, bienintencionados; son arribistas implacables y despiadados cuyo único objetivo es mantenerse en el poder o, al menos, dentro del privilegiado y lucrativo hábitat de los cargos y empleos públicos. Para colmo, estos modernos déspotas ni son cultos ni tienen interés alguno en fomentar el conocimiento entre sus gobernados. Antes al contrario, su método para mantener su supremacía es alentar sibilinamente la ignorancia de la gente (véanse si no las sucesivas y cada vez más aberrantes reformas educativas). El individualismo y el pensamiento crítico son sus mayores amenazas y con tal de mantener su estatus les importa bien poco la degradación del país. Se atribuye a Luis XV un dicho que expresa muy bien la ética que rige el comportamiento de nuestra clase política: "Après moi, le déluge" ("Después de mí, el diluvio") o, enunciado en román paladino… "El que venga detrás, que arree".

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