Hace unos días estuve en Ámsterdam y empecé a notar síntomas del síndrome del turista de nuestros días. En lugar de caminar sin rumbo y de impregnarme de un cierto espíritu romántico y aventurero que me llevase a alguna librería neerlandesa coqueta, al Waag, el castillito donde Rembrandt pintó La lección de anatomía del doctor Tulp, o al escaparate de alguna prostituta, me quedé paralizado. "¿Qué hacemos?", le pregunté a mi hermano. "Mira en Google, a ver qué recomiendan", me contestó. Allá que me fui. Busqué y busqué, pero me abrumó la cantidad ingente de información y las reseñas de unos tipos que serán buenos viajeros, pero quién sabe si también unos pedófilos. "No puedo, me agobia", le dije. "Tú eres tonto", me contestó. Pues también es verdad.

Se me encendió la bombilla y recordé que una amiga de un buen amigo vivió en la ciudad durante un tiempo. Escribí a mi amigo y me dio su número. Paloma, se llama. Guardé su contacto en mi agenda y tecleé su nombre en el buscador de WhatsApp. Me dio un calambrazo en la espalda cuando el historial me recordó una conversación que había mantenido con Paloma Tortajada, maestra radiofónica y una revolucionaria que demostró que se puede ser un gran periodista sin ser -ni dárselas de- un gran hijo de puta.

En el mensaje que le envié el 28 de junio de 2018 le transmitía fuerzas para continuar haciendo frente al cáncer que finalmente acabó con su vida. Sin embargo, para mi sorpresa, cuando alcé la vista hacia su foto de perfil descubrí que Paloma Tortajada ya no era Paloma Tortajada. Sus blondos cabellos y ojos de mar habían sido sustituidos por la tez persa, el pelo azabache, la mirada vivaz y los labios gruesos de una joven veinteañera.

La imagen de esa muchacha me hizo entender que, en época de deshumanización, ya ni tan siquiera un número nos representa. La digitalización actúa con impiedad y con premura para que, cuando no estemos, de nosotros no quede ni un guarismo. Se nos ha negado la posibilidad de, en un arrebato de misticismo tecnológico, acudir a aquellas conversaciones que mantuvimos con los que se fueron para sumirnos, al menos, en un catártico soliloquio. No me aprendo, por más que lo intente, el número de teléfono de mi hermano, de mi novia o de mi mejor amigo, pero sí recuerdo, como esos días en los que lo llamaba, el de mi padre.

Me aterra hacer la prueba: guardarlo en mi agenda, seleccionarlo en WhatsApp y escribirle: "Por el camino me hiciste falta muchas veces, pero creo que lo estoy haciendo bien. Un beso". Que me conteste: "¿Quién cojones eres, puto loco?". Y entender que quince años han bastado para que mi padre se olvide de mí.

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