Estoy cansada. Agotada. Desde todos los elementos electrónicos o digitales que poco a poco se han ido instalando en mi vida, casi de puntillas al inicio y con cierto alborozo, ahora, desde este enero de 2023 me asaetean sucesivamente o, como hoy, agrupados con corazas y pilots como los antiguos romanos al ataque.

Enciendo el ordenador y una de las pantallas permanece en negro, mientras la otra en azul cobalto me indica que me van a ofrecer nuevos servicios que harán más fácil mi vida: correo electrónico; fecha de nacimiento; ¿ha olvidado usted la contraseña?; envíe contraseña nueva. Repítala. Bienvenida, pruebe usted un mes y después abone la módica cantidad de 99,99 Euros anualmente. Habrá llegado al Nirvana. Y yo sin poder escribir un correo rechazando por enésima vez la factura de luz que por lo visto contraté cuando pedía una información sobre un recibo de agua comarcal. Correos y correos que nadie contesta, porque a quién llamé era una compañía interpuesta que me hizo dos contratos de luz sin yo entender al caballero que leía como un poseso en lengua irreconocible unos datos de un supuesto nuevo contrato. Y nuevos correos electrónicos que nadie contesta. Y yo cada vez más minúscula, rodeada de seres invisibles, de entes sin rostro que están escondidos en cualquier parte de la casa para asaltarte. Esto se llama piratería, filibusterismo. Volvernos locos al colectivo de consumidores que somos todos. Nuestra cabeza se llena de fechas y contraseñas. Son inicialmente sencillas, cortas, incluso amables; una fecha emotiva de tu vida que no se sabe por qué dejas de poder utilizarla si no le añades un signo de puntuación, una letra mayúscula y otra minúscula. Y eso te ocurre en las cuentas del banco aunque lo que tengas en una de ella sea 320 euros; y en la tarjeta del supermercado; y en la plataforma para ver la tele; y en el periódico que ya ni tan siquiera es de papel. Y llamas al médico y primero tienes que registrarte, y le pones a la cuenta Muelas+22, y lo apuntas; para Hacienda creas otra contraseña que la próxima vez te bloquearán y tendrás que cambiar y así ad aeternam.

Y recuerdas, cada vez menos segura de ti misma y notando como el cortisol te exuda por cada poro de tu piel, que hubo un tiempo en el que las gestiones se hacían igualmente lentas y farragosas, pero que al menos solo tenías que recordar tu nombre, tu DNI y la calle dónde vivías. Cacator, cave malum.

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