De niño oía recitar unos versos a mi madre desde el balcón que daba a un río que no habían sepultado todavía: María Vaello, ¿eres de La Vila i plores? / El teu home está en el balandro / i la mar blaveja…

Era una recurrente cantinela que dejaba elipses de vaho fresco en los cristales pegados con masilla tras los que hacían aguas los perfiles cúbicos del hotel Anglo Hispano y del Término, frente a las pirámides de araucarias que coronaban la Villa Vieja.

Por aquel entonces, María Vaello no era desconocida y apellidos como Lloret, Llinares, Galiana, Esquerdo, Sellés, Buforn, Llorca, Soler, Grau, Blanquer, Mayor o Ivars arribaron al reclamo de la pesca desde la costa de Alicante en busca de un futuro más fértil y despejado en oscuros años de privaciones y cartillas de racionamiento.

Desde mediterráneas bocanas llegaron hasta la bahía barcos cargados de juventud e ilusiones, ajuares y muebles, levantinos acentos y fotos en sepia guardadas por curtidas manos en bolsillos salobres. Denia, Benidorm, Campello y vecinos pueblos de interior con exhaustos almendros y proverbiales secanos fueron el origen desde el que muchos se dirigieron hasta Algeciras en busca de nuevos horizontes y animadas pesquerías, pero fue Villajoyosa el epicentro de una emigración que se extendió por la ciudad acogedora. Unos se asentaron al norte, junto a las lindes del estadio del Mirador, en un barrio que se llamó del Arroz porque allí se cocinaba frecuentemente la comida que habían traído consigo; otros, en el extremo sur, en el barrio de Pescadores, que descendía hasta el arroyo del Saladillo entonces propenso a invernales crecidas; otros se asentaron en la zona baja, en unas calles que entonces no eran barrio nominado con caritativos topónimos. En esas casas se hablaba valenciano, se asaban alcachofas, se cocinaban pebreretes con sangacho y coca façida, se almorzaba pimiento en salmuera, mojama y salazones, se hacía paella cada domingo y en la mañana de Navidad todos se reunían alrededor del puchero con pilotes. Se comía butifarra de cebolla, blanquets y sobrasada transportadas desde las estribaciones de Aitana en cíclicos viajes que tenían mucho de ritual cósmico.

La colonia de levantinos se integró por estos pagos y fue tan numerosa que, en tiempos de comunicaciones pésimas y carreteras sin fin, muchos taxis hacían el servicio entre Algeciras y La Vila varias veces por semana. Algunos aparcaban en el garaje Hispano y paraban en casa, como Germán, que aún recuerdo con su bondadosa humanidad y su Dodge blanco y plata, o Escortell, que hizo viaje tras viaje hasta que la muerte lo recibió junto a la venta el Charco.

Con reconocimiento valoro la iniciativa que ha emprendido AEPA al solicitar al consistorio el hermanamiento de Algeciras con Villajoyosa. María Vaello no tiene razones para llorar: su marido está embarcado, el mar azulea y las dos ciudades serán hermanas.

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