Caminos de idea y vuelta

La senda, como los ciclos tenaces, tiene un pasado de historias veladas

Se ha ido un verano de sequía y contagios; de incertidumbre y aforamientos. Sin embargo, se ha mantenido el hábito de caminar por la senda del río de la Miel hasta llegar a las pozas. Antaño, éramos pocos los que enfilábamos el carril del Llano, pasábamos frente a la casa de la Marquesa, subíamos a otra plaza Alta de cantueso y chaparros y enfilábamos la angostura del antiguo puente de Escalona para entrar en un mundo segregado del mundo, bajo verdes techos de rododendros y ocres suelos de arenisca y sombras. El paseo por la estrechez de la ribera llevaba al primer tajo, donde el agua se precipitaba en el silencio oscuro roto por su propio canto, soledades sonoras que aumentaban en las cascadas superiores. Algún que otro grupo de jóvenes con la alegría de todo el tiempo por vivir se adentraba por las frondas en giras que tenían mucho de rito iniciático, de primeras salidas en busca de lo que no se tenía y tanto se ansiaba. Ahora es difícil realizar esa ruta buscando silencio y soledades compartidas. Cientos de huellas con ropa de marca surcan diariamente el sendero y muchas de ellas olvidan la máxima de que en la naturaleza lo sensato es pasar sin dejar rastro. Hay quien busca ¿la trascendencia? marcando con pintadas los venerables lienzos de los tajos milenarios, tronchando ramas de cielo y vida, dejando restos que son lienzos de los desechos cotidianos.

La senda, como los ciclos tenaces, tiene un pasado de historias veladas que a escondidas se cuelan en las trastiendas de la memoria de vez en cuando. Por aquí se trasegaba harina y contrabando; caminaban los hombres y mujeres que habitaban los montes y deambulaban constantemente los niños. Niños que desde las Cabezuelas tenían que descender kilómetros todos los días para llegar hasta el Cobre, donde asistían a improvisadas aulas sin recursos ni atenciones a la diversidad. Niños que tenían que hacer aún más kilómetros para comprar en colmados del Tropezón, donde estaba la tienda más cercana. Niños que hacían aún más kilómetros para acudir una vez al año a la feria de junio, para lo que seguían la senda de la antigua Trocha con alpargatas y la ropa raída de diario, hasta cambiarlas por costuras de estreno al llegar a los Arcos. Niños para los que las pozas eran el baño a cielo abierto de sus chozos de piedra y brezo que las tormentas de pobreza hicieron desaparecer. A todos ellos la cercana ciudad fue atrayendo con sutiles espejismos de progreso: médicos, escuelas, trabajo y casas con cuartos de baño de cielo raso y escayola. Dejaron los muros encalados, los suelos de tierra, los tabiques de cortinas y las duchas de cascadas por humildes casas de ciudad a la que llegaron por el camino tantas veces surcado y sin hacer una sola pintada. En silencio, sin más afán de trascendencia que sobrevivir en un mundo de asfalto donde sigue siendo difícil dejar huella.

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