Una de las representaciones más poderosas del amor, lo dibuja como una delicada planta a la que hay que regar a diario y cuidar con mimo, para que florezca y sobreviva. Los antiguos griegos lo sabían bien y esa fuente de cultura que es su mitología, lo describe a la perfección. Déjenme que les cuente. Frigia era una región, en la península de Anatolia, Asia Menor, que en la actualidad forma parte de Turquía. Hasta allí, se dejaron caer un día Zeus, el baranda del Olimpo, acompañado de su hijo Hermes. Querían poner a prueba la hospitalidad de los hombres y para ello adoptaron la forma humana. Llegaron a un pueblo y empezaron a ir de casa en casa, pidiendo por caridad, comida y alojamiento. Los lugareños, eran durillos de corazón y hasta les echaron los perros. La encuesta iba tan chunga como las de Tezanos en el CIS.

Cayendo la noche, llamaron a la puerta de una humilde choza en los confines del pueblo. Vivían allí el anciano Filemón y su esposa Baucis, un matrimonio muy pobre, pero feliz que llevaba toda la vida junto. Al acercarse Zeus y Hermes, salieron a su encuentro, los acogieron en su casa, les facilitaron un barreño con agua para que pudieran reposar sus pies cansados y Baucis con los pocos ingredientes de que disponían, les preparó una sopa reconfortante. Filemón empezó a mosquearse, cuando se dio cuenta de que la jarra con la que les servía el vino, nunca se vaciaba. Aquellos tíos, no eran normales. A la mañana siguiente, acompañaron a los forasteros, hasta la cima de la montaña. Una vez allí, los dioses formaron el taco. Una especie de maremoto cubrió todo el pueblo, dejando solo al descubierto la choza, transformada en un dorado templo de Zeus.

Estupefactos y acongojados ante aquella exhibición de poderío, volvieron su rostro al dios que, agradeciendo su buen comportamiento, les ofreció cumplir el deseo que le pidieran. Filemón y Baucis, solicitaron permanecer siempre juntos, cuidando el nuevo templo en el que se había convertido su choza y llegado el momento de abandonar esta vida, morir juntos, el mismo día y a la misma hora. Los años discurrieron placenteros para la pareja, hasta que supieron llegado el momento. Se arrodillaron juntos, en las escaleras del templo, se abrazaron y empezaron a transformarse en árboles. Sus brazos se convirtieron en ramas entrelazadas y frondosas y así quedaron los dos, unidos para siempre. Hoy día en un lugar de aquella región, un roble y un tilo abrazados, conservan el recuerdo de un amor que permaneció, más allá de la muerte. Los dioses, siempre cumplen.

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