Hoy no para uno de oír voces ebrias de nostalgia que cantan nuestro pasado de plomo como si hubiera sido un ejercicio de libertad, los pájaros cantan y las nubes se levantan. Pero en ese pasado la Cenicienta acababa limpiando casas y sin jubilación.

Recuerdo con enorme cariño la primera vez que me amenazaron de muerte, en el Instituto, recién muerto el genocida, por hacer un trabajo de Historia sobre un diputado italiano, Matteoti, al que asesinaron las huestes de Mussolini. No había Google y los trabajos consistían en copiar el Espasa, así que sufrir un arrebato ideológico se antojaba como mínimo peregrino. Pero bueno, hubo dos que se sintieron heridos en su libertad de fascistas de pro.

No todos los recuerdos son así. Una etapa hermosa de mi vida fue cuando mi madre se sacó el carnet de conducir (previo obligatorio permiso por escrito de mi padre) y me dejaba de camino a la autoescuela en la Biblioteca Municipal.

O aquella tarde en que con 12 años me ofrecieron por primera vez heroína, justo al lado de la droguería de mi padre, que había confianza, en plena Plaza España. Esos días en que por lo visto aún no se habían inventado las puertas porque se dejaban las de las casas abiertas y los cerrojos y candados que vendíamos a cascoporro eran para adornar.

Añoro con cariño mis días de colegio, en que nos aprendíamos los reyes godos y los afluentes del Cinca, que a lo que se ve es pedagógicamente maravilloso. Casi tan pedagógico como cuando Don José le tiró una maceta desde el tercer piso a su hijo, ése que no quería cantar el Cara al sol en el patio del colegio, como nos obligaba a hacer a todos los demás alumnos. Falló.

Eran días en que podías hacer chistes hasta sobre los tontos del pueblo, de los que en La Bajadilla íbamos sobrados. Como una señora que llevaba tanto loca que casi nadie se acordaba de sus momentos de lucidez, salvo un vecino que juraba que todo pasó cuando dio a luz y le dijeron que su hijo nació muerto mientras veía a unas señoras con algo parecido a un burka llevar en brazos a un bebé a una salita sólo minutos después. Sobre ella hicieron muchas burlas sin que los demás nos sintiéramos ofendidos. ¡Eso sí que era libertad!

Pero había seguridad. La seguridad de que si cruzabas una calle más arriba de la cuenta en El Cerro estabas frito. Y es que mi barrio tenía eso, mientras en una esquina Paco de Lucía se hacía grande, en la otra los chavales de una familia conocida tomaron por costumbre violar a su madre o abrir en canal a alguien por una mirada, un mundo; por una sonrisa, un cielo.

Así que estas conversaciones siempre las resumo con la frase de Les Luthiers: “Cualquier tiempo pasado fue... anterior”.

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