Cultura

La musa abandona a Paul Auster

No glosaremos aquí con detalle las bondades de la literatura del famoso escritor de Brooklyn, al que hemos leído con delectación desde hace ya un par de décadas. El lector incondicional sabrá de lo que hablamos, a saber, el azar, el destino, la metaliteratura, Nueva York y sus misterios cotidianos pueblan las páginas de la Trilogía de Nueva York, La música del azar, Leviatán, Mr. Vertigo o Brookyln Follies.

La cosa es que Auster, además de escritor, ha querido ser cineasta. Si Smoke y Blue in the face, aquel díptico de personajes en un estanco, le salió bastante bien en compañía de Wayne Wang, ya su primer largo en solitario, Lulu on the bridge, empezaba a dar síntomas de una deriva imprecisa que, si bien tenía ciertas concomitancias con el cine de Jacques Rivette o Raoul Ruiz, fracasaba en sus ingenuidades de estudiante de primer curso de cine de autor europeo.

Lo intrigante es que su segundo largo supone un considerable paso atrás en la ingenuidad de aquella propuesta, que pasa por un abrazo de la modernidad, incluso de cierta vanguardia, de una candidez y una explicitud que se nos antoja demasiado naif como para ser tomada en serio. Pero lo cierto es que todo apunta a que hay que tomarse en serio La vida interior de Martin Frost, adaptación mutilada de su propia novela El libro de las ilusiones, experimento autorreferencial sobre el proceso de la creación literaria, sobre la relación, de una literalidad sonrojante, con las musas (Irene Jacob primero, Sophie Auster, su propia hija, después) que acompañan al escritor en su briega diaria con el folio en blanco.

Auster se desdobla en el Martin Frost que interpreta el malencarado y excesivo David Thewlis y nos propone un viaje subjetivo por el proceso íntimo de la escritura, que se materializa en un relato romántico-fantasmal que pretende hacerse hueco entre los recovecos de una realidad muy prosaica y mundana. Lejos, muy lejos, de aquella Bella mentirosa de Rivette que venía a hablar de lo mismo a partir de la relación entre el pintor y su modelo, La vida íntimaý fracasa estrepitosamente al no saber trasladar a la pantalla esa ambigüedad espectral de las palabras, al no conseguir que sus imágenes se despeguen de la letra escrita y vuelen libres más allá de unos horribles ralentís publicitarios en blanco y negro o de los brechtianos encuentros teatrales a los dos lados de una puerta que incluyen algunos de los diálogos más pedantes y tontorrones que uno recuerda haber escuchado recientemente en una sala. Un infame doblaje al castellano termina de hacer el resto.

Y bueno, eso sí, Sophie Auster canta divinamente.

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