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La misión sigue siendo posibleHeredar el dolor

Tom Cruise y el director Christopher McQuarrie logran una de las mejores entregas de la saga 'Misión: Imposible'.
Carlos Colón / Manuel J. Lombardo

09 de agosto 2015 - 05:00

MISIÓN IMPOSIBLE: NACIÓN SECRETA

Acción, EEUU, 2015, 131 min. Dirección: Christopher McQuarrie. Guión: Will Staples. Fotografía: Robert Elswit. Intérpretes: Tom Cruise, Jeremy Renner, Simon Pegg, Rebecca Ferguson, Alec Baldwin, Ving Rhames y Paula Patton. Cine: Odeon Multicines (Los Barrios).

En 1966 Misión: Imposible revolucionó el universo de las series televisivas apuntándose a la triunfal estela del bondismo que había explotado cuatro años antes trasladando la cultura pop a los escenarios de la Guerra Fría. Desde la sintonía de Lalo Schiffrin hasta el original planteamiento de las trampas tendidas a los malos para que fueran eliminados por los suyos, pasando por los artilugios empleados para tenderlas y los excelentes actores que la interpretaron (con el grandísimo Martin Landau al frente), todo era excitante, moderno, divertido, inteligente…

Exactamente 30 años más tarde, en 1996, en los inicios de la moda de la adaptación de series televisivas al cine, Brian de Palma la llevó con muy buenos resultados a la pantalla grande. 19 años después se estrena la quinta entrega como muestra de la mayor sequía de ideas que el cine americano haya conocido en su historia, refugiado al parecer el talento para crear personajes e inventar historias en las nuevas series televisivas de prestigio y en los estudios Pixar. La televisión de los años 60 y 70, y los cómics, se han convertido en el inextinguible filón del cine comercial: tras esta nueva entrega de Misión: Imposible está en puertas el estreno de la adaptación de otra serie mítica de los 60, El agente de CIPOL.

Continuando con la bournematización del protagonista y de la serie (porque la saga Bourne ha sido una de las pocas aportaciones originales al cine de acción), Ethan Hunt se encuentra sin padre (gobierno) ni madre (la FMI) ni perrito que le ladre enfrentado a un poderoso enemigo calcado del Spectra bondiano: una organización criminal internacional que, como está en su naturaleza, quiere dominar el mundo. También herencia de las Bond Girls es Rebecca Ferguson como la guapísima mala que se hace buena (o casi) y herencia de los Dr. No, Blofeld, Goldfinger o Largo -los malos canónicos enfrentados al único Bond posible: Connery- es Sean Harris como el supermalo. Cruise, que es quien manda aquí dentro y fuera de la pantalla, se sirve de un director de su confianza, Christopher McQuarrie, que ya lo dirigió con buenos resultados en Jack Reacher. Este buen artesano del cine de acción más aparatoso logra la mejor película de la serie, aunque siempre sin superar la de De Palma.

Vertiginosa, agotadora y espectacular máquina de sensaciones no sólo construidas por los muy buenos efectos digitales, sino sobre todo por un frenético ritmo narrativo que -aun con los excesos de montaje habituales- engancha por sí mismo. Los efectos especiales son la salsa que sirve a Cruise para ejecutar los ejercicios circenses de alta precisión más espectaculares de la serie. Pero el buen guión (al que se agradece que acentúe el humor) y la eficaz dirección son la consistente materia prima que hace de esta película un divertimento frenético que no ofende a la inteligencia. Y esto, hoy, ya es mucho.

MI CASA EN PARÍS

Comedia dramática, Reino Unido, 2014, 102 min. Dirección y guión: Israel Horovitz. Fotografía: Michel Amathieu. Música: Mark Orton. Intérpretes: Kevin Kline, Maggie Smith, Kristin Scott Thomas, Dominique Pinon, Michael Burstin, Elie Wajeman, Raphaële Moutier, Sophie Touitou.

Bajo su apariencia de comedia amable y turística (ya se sabe, un norteamericano en París), el primer largo del veterano dramaturgo Israel Horovitz esconde un flujo doloroso y complejo que va subiendo a la superficie a medida que progresa su trama.

Mathias (un estupendo Kevin Kline, capaz de pasar de un modo clásico a las honduras del dolor verdadero sin solución de continuidad), llega a París para hacerse cargo de la herencia paterna, un precioso apartamento en el barrio del Marais que tiene un pequeño inconveniente: está habitado de por vida por una anciana (Maggie Smith, no menos estupenda en su esplendorosa veteranía), con la que tiene que convivir hasta su muerte pagando un alquiler.

La cinta se muestra en ese arranque como una comedia de formas suaves, ligeras y funcionales, como un pequeño duelo en el que las diferencias culturales y de edad se ponen en juego como principales argumentos. Sin embargo, con la aparición de la hija de la anciana (Kristin Scott Thomas) y el desvelamiento de sucesivos secretos familiares y personales que determinan el perfil de los personajes, Mi casa en París se escora entonces hacia el drama en una vertiente sutil.

Evidentemente, no desvelaremos aquí esos secretos y mentiras que se convierten en una pesada carga para los personajes y sus relaciones, pero sí diremos que Horovitz, que adapta aquí su propia obra teatral, sabe dosificarlos y llevarlos a un terreno de cine de cámara en el que los espacios, el guión, las conversaciones, sobra decir que un trío de intérpretes siempre en el tono justo, afloran como materia prima de un territorio de gran lucidez, intensidad y poder revelador sobre la identidad y los traumas que esta película conjuga sin aspavientos, con una mirada limpia, empática e irrenunciablemente humanista.

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