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Una historia verdadera

Lejos de los reduccionismos al uso, la nueva novela de Muñoz Molina traza un fresco monumental y nada complaciente del ambiente moral que precedió a la Guerra Civil

Antonio Muñoz Molina, en una reciente visita a Sevilla en la que presentó 'La noche de los tiempos'.
Ignacio F. Garmendia

24 de enero 2010 - 05:00

El último empeño novelístico del autor de El jinete polaco es indisociable de su adscripción crítica a lo mejor de la tradición de la izquierda española. Como es sabido, dicha tradición no pasa en nuestros días por su mejor momento, precisamente por causa de la actitud autocomplaciente de quienes se reclaman sus herederos, por su cortedad de miras y por su incapacidad para renunciar a una visión idílica y exculpatoria de las causas que condujeron al desastre de la guerra. Entre la ceguera recalcitrante de los nostálgicos de las revoluciones perdidas y la asepsia indocumentada de los novísimos creadores de consignas, van quedando pocos referentes a los que acogerse, y en este contexto de hueras proclamas se agradecen las visiones honestas que reivindican los grandes hitos del legado republicano -la España que pudo ser- sin negar los errores y limitaciones de sus protagonistas, que ni acertaron en todo ni pueden ser juzgados en bloque ni estuvieron libres de responsabilidad en la tragedia.

Otra novela, así pues, sobre la Guerra Civil, pero muy alejada del discurso maniqueo al que muchos se han acogido, aprovechando el inoportuno debate a propósito de la memoria histórica. Muñoz Molina ha escrito una gran novela que alcanza casi el millar de páginas, y es verdad que un menor número de ellas no habría menoscabado su intención manifiesta, pero lo cierto es que a pesar de su extensión desmesurada, La noche de los tiempos se lee de un tirón, e incluso los pasajes más digresivos -que abundan, como de costumbre- mantienen el interés por una historia que atrapa desde la primera página. No se trata, tampoco, de lo que entendemos por novela histórica, pues si el contexto de fondo recrea la España previa al estallido de la guerra, así como los primeros compases de la contienda en el Madrid asediado, la mirada del narrador -un narrador omnisciente que cuenta en tiempo presente y a veces, pocas, comparece en primera persona- se vuelca más en las vidas particulares que en los acontecimientos históricos, que cobran de este modo realidad palpitante.

El protagonista, Ignacio Abel, es un arquitecto de extracción humilde y simpatías socialistas que se formó en la escuela alemana de la Bauhaus, después de casarse con una mujer de mayor edad que le permitió ascender en la escala social. Ella, Adela, le ha dado dos hijos y una posición respetable, pero la relación entre ambos se ha ido enfriando y el marido, que ejerce como jefe de obras de la Ciudad Universitaria, ha encontrado el amor en una joven norteamericana de paso por Madrid. Esta relación adúltera -un trasunto bastante expreso de la que mantuvo el poeta Pedro Salinas con la estudiante Katherine Whitmore- es el centro de gravedad de la novela, que juega con saltos en el tiempo desde una situación de partida donde se nos muestra la llegada de Abel a la estación neoyorquina de Pennsylvania, en el otoño de 1936, después de haber abandonado su país y a su familia.

Junto con la capacidad de sugerencia de una prosa torrencial y extraordinariamente precisa que fluye al hilo de los recuerdos del protagonista, atormentado por su falta de resolución, el otro gran acierto es el retrato de personajes, tanto de los ficticios -la amante Judith Biely, la esposa y la familia política, el exiliado profesor Rossman- como de los reales, entre los que sobresalen un enérgico doctor Negrín -aquí reivindicado- y el melancólico Moreno Villa, el fanatizado Bergamín o el enfervorecido Alberti, el desgastado Azaña o la encantadora Zenobia Camprubí. No se cuenta, en relación con los sucesos del último año de la República, nada que no sepamos, pero la reconstrucción del envenenado ambiente moral que propició, más allá de las responsabilidades individuales, aquella locura colectiva, es de una verosimilitud sobrecogedora. Hay largos pasajes de reflexiones encadenadas y escenas memorables como el descubrimiento de la infidelidad por parte de la esposa, el paseo sonámbulo por un Madrid alucinado o el insospechado encuentro final de los amantes, que les reserva destinos cruzados.

El distanciamiento del arquitecto de su familia corre parejo a su desilusión respecto de la viabilidad del proyecto republicano, pero su falta de coraje -Abel es un protagonista de rasgos antiheroicos- no le lleva a engaño respecto a las razones de su doble derrota. Los meandros de su pensamiento, las etapas del turbulento proceso que desembocará en el exilio, están admirablemente descritos desde "una lucidez retrospectiva". Su fracaso es el de toda una generación de profesionales ilustrados que creyó posible modernizar el país y redimirlo para siempre de la ignorancia. No hay mejor símbolo de ese sueño malogrado que la visión de los jardines de la Residencia de Estudiantes convertidos en un cuartel donde se amontonan los cadáveres. Pero los buenos y los malos no se repartían por bandos. "Ellos tienen su culpa -le dice Abel a Judith, cuando ya todo está perdido- y nosotros la nuestra".

Antonio Muñoz Molina. Seix Barral. Barcelona, 2009. 960 páginas. 24,90 euros.

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