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El diablo de la precisión

El diablo de la precisión
Manuel Gregorio González

07 de enero 2018 - 02:19

La ficha

'La revolución del arte moderno' Hans Sedlmayr.Trad. José Aníbal Campos. Acantilado. Barcelona, 2017. 232 páginas. 18 euros

No podemos detenernos ahora en si la expresión arte moderno, aplicada al arte de la segunda mitad del XX, es o no pertinente. Como sabemos, la modernidad arranca canónicamente en los días del Giotto, y tampoco lo contemporáneo valdría para ceñir a esta porción del arte del siglo pasado, aún vivo entre nosotros. Lo cierto es que en este espléndido ensayo de Sedlmayr se destacan algunas de las particularidades de dicho arte (arte en el cual sólo entrarían el funcionalismo, el arte abstracto y el surrealismo), al tiempo que se señalan su fragilidad y su indigencia, y cuyo origen habría que buscar en algo que podríamos denominar "el diablo de la precisión", y que ya operaba en la segunda mitad del XVIII.

A todo lo señalado, pues, por Sedlmayr: el afán de pureza, el hechizo geométrico, la búsqueda de lo original y lo disparatado, nosotros añadiríamos una acotación histórica. Esta fiebre del arte por recluirse en sus propios términos (por ejemplo, la pintura elude tanto el volumen escultórico como la perspectiva, la tectónica de la arquitectura); esta fiebre de la exactitud, repito, hay que buscarla en el Laocoonte de Lessing, escrito para desautorizar las vaguedades que Winckelmann había pergeñado para describir el arte clásico, sin distinguir la escultura de la literatura. El arte moderno que describe Sedlmayr es, sin embargo, aquel que ya había postulado Lessing: esto es, un arte cuyas características, y cuyos límites, dependen de los materiales utilizados. De ahí ese afán de pureza que se señala en primer término; pero de ahí también, según Sedlmayr, el vaciado del arte moderno, su inanidad esencial, producto de una imposible limpieza geométrica.

Esto significa, según Sedlmayr, que el arte moderno -aquel que triunfaba, mediado el XX- ha orillado el sustrato humano en pos de una eficiencia técnica. El resultado, en su extremo, es necesariamente pobre. Pero es también, y voluntariamente, incomprensible. Buena parte de la impostura artística que hoy nos aflige ya se hallaba expresada aquí (año 1955) con una claridad encomiable.

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