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La curiosa asociación entre un joyero aficionado al teatro y un emigrante español propietario de una cadena de cines, propició, a mediados de los años treinta, el nacimiento de la productora de películas Hammer (a imitación de la MGM con su león, el logotipo de sus films era una fragua donde dos herreros martilleaban el hierro candente) que se dedicó esencialmente a abastecer a los cines británicos con productos de bajo presupuesto cargados de crímenes, intrigas y sagaces detectives.
A finales de los años cuarenta se hicieron cargo de la empresa los hijos de los fundadores, relanzando la firma ahora rebautizada como Hammer Film Productions Ltd (y con un nuevo emblema más "terrorífico"). La compañía comienza su esplendor a principios de los cincuenta con una película de ciencia-ficción, el género de moda merced a la irrupción en el arsenal armamentístico de las bombas atómicas y a un creciente interés por la vida extraterrestre. El experimento del Dr. Quatermass iniciará para el cine una fecunda temática: la de las amenazas biológicas venidas, preferiblemente, del espacio exterior. El gran éxito del film propició dos secuelas: Quatermass II y ¿Qué sucedió entonces? (Quatermass III).
Sin embargo fue en el devaluado género del terror donde la Hammer se haría, por así decirlo, un nombre en la historia del cine. En las décadas anteriores habían sido los estudios de la Universal los pioneros en el negocio de meter miedo al público y de ellos salieron una serie de personajes tan terroríficos como populares: Drácula, Frankenstein, La Momia...
El tiempo y la sobreexplotación de estos iconos del sobresalto hicieron que fuese mermando su capacidad de intimidar al público de las salas del cine, al punto que en sus últimas producciones de paupérrimos presupuestos (por ejemplo: La zíngara y los monstruos o La mansión de Drácula), llegaron a meterlos a todos en la misma película, fabricando un cóctel de criaturas sobrenaturales que más que el terror causaban la risa en el patio de butacas. La Hammer tiene el acierto de, utilizando los mismos personajes y las mismas historias de la Universal, renovar el cine de terror para volver a asustar, y a la vez cautivar, a una nueva generación de espectadores. El título clave, sobre el que se cimenta la leyenda de la productora del martillo es: La maldición de Frankenstein. Rodada en 1957, en esta película coinciden por primera vez los nombres más importantes a nivel técnico e interpretativo del estudio: el director Terence Fischer, el fotógrafo Jack Asher, el diseñador artístico Bernard Robinson y los actores Peter Cushing y Christopher Lee. Juntos lograrían plasmar en la pantalla, el estilo característico que después reproducirían en tantas películas. Es sello de la casa la atmósfera gótica que envuelve todas sus producciones (tanto éxito tuvo, que el sagaz productor y director Roger Corman -el rey de la serie B- la copió en Hollywood para que sus películas tuviesen, con el genial Vincent Price ejerciendo de actor fetiche, la misma estética que las de la Hammer: La caída de la casa Usher, El péndulo de la muerte... ). El technicolor fue otra baza utilizada por los británicos para impresionar al público mostrando la sangre en un intensísimo color rojo, en claro contraste con los tonos grisáceos que imperaban en las películas en blanco y negro. Además, polvorientas criptas repletas de telarañas; cementerios inmersos en la niebla; un completísimo muestrario de ataúdes; aterradores bosques iluminados por la inevitable y fatídica luna llena y, cómo no, el erotismo que aportaban hermosas jóvenes que ya fuese en el papel de víctimas o en el de malvadas ( es mítica la voluptuosidad y el "magnetismo" de las vampiresas de la Hammer) se pasaban la mayor parte del metraje en "deshabillé" o -en las escasas ocasiones que lucían los vestidos victorianos- con generosos escotes que realzaban sus inmaculadas turgencias. En La maldición de Frankenstein, Peter Cushing encarnaba al Doctor Frankenstein y Christopher Lee a la criatura a la que el doctor infunde la vida y que, en razón a la prohibición de la Universal de usar la misma caracterización que Boris Karloff en la versión original, utilizó un maquillaje más natural que lograba un efecto mucho más siniestro y terrorífico que el del monstruo americano.
En total, hasta 1973, la Hammer realizó siete películas sobre Frankenstein y, en general, cada nuevo título solía compensar lo trillado de la historia con la exhibición de un mayor número de centímetros cuadrados de la piel (desnuda) de sus protagonistas femeninas. La otra gran franquicia de la Hammer fue Drácula (1958), protagonizada por la misma pareja de actores (Christopher Lee como el Conde y Peter Cushing como Van Helsing" . La saga de los vampiros tuvo tanto éxito que en la siguiente década produjeron trece películas sobre las aventuras del Señor de los Cárpatos y su trupe y si ya en los films de la criatura reconstruida con los pedazos de los cadáveres de asesinos, los guionistas se las arreglaron para darles un tono lujurioso, ni que decir tiene que en las de vampiros (y vampiras) -en las que la sensualidad les viene, por así decirlo, de "fábrica"- lo tuvieron más fácil para deslumbrar a los espectadores (sobre todo masculinos). Tanto explotaron la vena erótica que algunos títulos no desentonarían en los anaqueles de las películas X: Las amantes del vampiro, Lujuria para un vampiro o Drácula y las mellizas.
En La Momia se repite la coincidencia: Christopher Lee vuelve a interpretar el mismo papel que Boris Karloff había hecho para la Universal y, naturalmente, su "pareja" Peter Cushing es el hijo del arqueólogo que, para su desgracia, descubre el sarcófago de la reina egipcia Anaka y comete el inmenso error de leer en voz alta el "papiro de la vida" que devuelve a la idem a Kharis el vigilante de la reina que matará a todo aquel que la moleste. Tengo que reconocer que viendo La Momia, siendo yo un crío, fue de las veces que más miedo he pasado en el cine. La Hammer estiró el mito del zombie egipcio cuatro películas más e hizo alguna incursión en otros personajes clásicos del terror: La maldición del hombre lobo (una espléndida película con Oliver Reed de licántropo) o El abominable hombre de las nieves (que propone la curiosa -y no muy alejada de la verdad- teoría de que el Homo Sapiens es más abominable que el Yeti). A finales de los sesenta la Hammer, ya en decadencia, diversifica sus temas y de la mano (y el cuerpo) de una majestuosa Raquel Wells -haciendo furor con sus bikinis (prehistóricos)- se adentra en nuestro pasado con Hace un millón de años y unas cuantas secuelas más. Recientemente la productora ha vuelto a "resucitar" y lo ha hecho, a su estilo, versionando, incluso con el mismo título, la película sueca de terror Déjame entrar. Ambas, la sueca y la americana, son películas excepcionales y, para mí, la mejor historia que se ha filmado sobre vampiros.
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