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Pablo Gutiérrez: "El obrero podía pagar las facturas, algo que no puede hacer el precariado"

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El escritor Pablo Gutiérrez. / Txetxu Photo

EL MISISIPI EN EL BAJO GUADALQUIVIR.Pablo Gutiérrez (Huelva, 1978) es periodista de formación y profesor de Literatura en Sanlúcar. Ha publicado con Seix Barral títulos de corte social (Democracia, Los libros repentinos, Cabezas cortadas), y su cercanía al mundo juvenil la ha volcado en obras como El síndrome Bergerac (Premio Edebé) o La tercera clase. En El cobertizo (La Navaja Suiza) recrea un pulso de calor y desestructuración que invoca a Tennesse Williams.

–En ‘El cobertizo’ presenta un conflicto familiar en un escenario de calima. Es una novela, pero podría muy bien ser teatro.

–Tiene una estructura teatral porque tiempo y espacio se dan de forma continua y la trama está muy concentrada. De los personajes vamos a saber lo justo, aunque haya algunos saltos hacia atrás para darles profundidad, pero lo que nos interesa es lo que queremos saber de esa línea de tiempo. Y, a diferencia de otras novelas anteriores mías, tiene mucho más peso el diálogo.

–Y en mitad de esa familia acalorada y desestructurada, una seguidora de Jodorowsky. Surrealismo. Palomitas.

–Un personaje que no se sabe muy bien quién es, o lo que es, pero que desde luego tiene una gran capacidad dialéctica. Cae mal y, al final, se va a convertir en lo que entendemos que es el mal.

–Diría que ha vuelto al realismo social tras varias incursiones en lo juvenil, pero realmente nunca lo ha dejado.

–Siempre digo que es inevitable que todas las novelas sean sociales:hablan de familias, de casas, de trabajos... En todas hay un discurso entre la sociedad y el individuo. Las hay más enfurruñadas, con discursos disidentes o de confrontación; y otras que no ponen tanto problema, más convencionales. Pero las dos dan un discurso social: de resistencia o de asimilación.

–Parte del libro rumia sobre algo que está muy poco de moda: la conciencia de clase.

–A través de distintas generaciones de una familia que, digamos, se ha esforzado por mantener el credo, la doctrina: en la casa se aprende el credo obrerista y faltar a él es anatema. Para unos, el trabajo es un mal en sí mismo; para otros, se mantiene la idea del trabajo redentor que se parece un poco a ese ora et labora: te redime y te sitúa en el sitio que corresponde. Todo eso se desmorona con la siguiente generación, que ve que el cielo obrerista nunca llega del todo.

Cuando el sentido de lo comunitario desaparece, sólo queda el individuo"

–Contrasta esa asunción de que “el dinero llega dejando un reguero de sangre por el pasillo” con las fantasías actuales de criptobros y cía.

–Claro, es que cuando el sentido de lo comunitario desaparece, queda el individuo. Y ahí tienen cabida los influencers que te aseguran cómo conseguir tu primer millón. Yo con esto recuerdo Historia de una escalera, de Buero Vallejo, que te presenta a Urbano y Fernando: uno, con un espíritu social; y otro que cree que todo eso son gilipolleces porque hay que mirar por uno mismo. Y se dicen que dentro de 20 años se encontrarán a ver a quién le ha ido mejor, y a los dos les ha ido mal. El dilema radica en pensar en salvarte tú o confiar en la fuerza de los demás. Lo que está claro es que la fuerza de lo común puede hacer más que el esfuerzo individual. La única forma de romper la dinámica es mediante la asociación.

–Precisamente, habla de la palabra y su importancia. De palabras que ya casi no existen, como proletario.

–Algo que discuten comiendo arroz con pollo, que es algo muy proletario. El hermano pródigo utiliza esa palabra como gran falsedad: parece que la palabra, y la figura, del proletario se han extinguido, ¿no? Pero, realmente, lo que hemos hecho ha sido sustituirla por la precariedad, lo precario. El obrero se supone que era el que podía pagar las facturas con su mano de obra: ahora, al trabajador no le alcanza ni para eso.

–En un escenario como ese, y con las cartas marcadas, ¿qué sentido tiene la lucha obrera?

–Ya, el caso de que las ideas son las correctas, pero no hay medios para luchar por ellas. Lo que se ha conseguido es que la ilusión de las ideas comunitarias se diluya y, al final, como decíamos, el individualismo pille el terreno del pensamiento comunitario.

–Alrededor de todo esto, presenta un tema muy espinoso: ¿Es legítimo dudar de una víctima cuando no hay otra evidencia que el dolor? Actualmente, la víctima es sagrada, no puede cuestionarse.

–En realidad, esa es la línea de la novela. Parte de la discusión del concepto de realidad: aquí, en concreto, sobre un caso de abusos que sale a la luz muchos años después, sin capacidad de demostrarlos ni pruebas, donde sólo la vida desangelada de la víctima podría servir de recurso autojustificativo. El personaje de Dani no inspira, de hecho, ninguna confianza: ya ha robado o mentido un montón de veces, y lo mismo esta es su operación más arriesgada. También te das cuenta de la capacidad de crear que tienen las palabras, porque una vez se verbaliza, sea cierto o no, todo cambia, no hay forma de volver atrás: ¿quién es capaz de quitarle la verdad a una víctima? Y hoy día parece que es un atributo de realidad: cuanto más sufres, más real eres.

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