El zorrito feliz
Cuentos de estío: animales felices
Plutarco y los espartanos
Había sido una guerra la que devolvió a todo el mundo al campo, el pueblo estaba desierto; y las gentes vivían como contaban los de antaño, pendientes de que el caracol no se comiera la lechuga o la mosquita no estropeara un tomate, porque el hambre era ahora el medio de vida y cada cual se lo solventaba como podía cada mañana, con la azada implorando el agua, la suerte y el justo sol para que lo mínimo entrara en su cuerpo.
Pero la gazuza era universal y los animales oraban por lo mismo, de ahí la gratitud que el zorro, recientemente cachorro, sentía con el cielo al permitirle antes del amanecer atiborrarse de huevos e incluso adormilarse junto al caparazón brillante de sangre que la gallina había ofrecido a su boca. Pero el hombre, listo por necesidad, se olió el asunto al ver los pollos sueltos y acudió con una estaca pesada y suficiente como para aplastar una cabeza.
El zorrito se despertó, salió del gallinero y quiso huir pero estaba atolondrado; entonces se encontró con el niño sonriente, oyendo la premura cada vez más cercana del padre. Se aproximó y el niño se ofreció a ocultarlo en un gesto de simpatía juvenil. Titubeó, mas caminó hacia él, despacio y sin determinación, y el chaval lo abrazó y lo puso en su pecho ocultándolo con el abrigo raído de campo.
El padre llegó, y detrás su tío y unos hermanos y primos curioseadores, y hasta su tía. Y todos gritaban preguntándose por el animal; el niño recto como una columna, procuraba no dejarse atrapar por la inquisición poniendo gesto de participar aunque extrañamente inmóvil en su sitio. Todos huroneaban, todos escudriñaban, indagaban, investigaban dónde podría haberse escondido el bicho que se había zampado la gallina y media docena de huevos. Todos anadeaban de acá para allá, menos el niño quieto en mitad del corral. Poco a poco fueron reparando en su estatismo de columna rara; poco a poco acabaron mirando a ese niño parado, abrazándose con toda su fuerza a sí mismo y con la mirada cada vez menos capaz de ocultar nada, hasta que uno se percató del fulgor rojizo que recorría su pernera brotando del vientre abrigado y acumulándose en sus pies.
Nadie se atrevió a hablar. Fue todo en un instante. El niño cayó a peso hacia atrás, su abrigo se abrió liberado justo en el momento del golpe de su espalda contra el suelo, el zorrito corrió feliz en su huida saciada porque, incapaces de reaccionar, su tía, su tío, sus primos y sus hermanos, y su padre pudieron ver el hueco oscuro del corpanchón en el que había estado el corazón devorado del niño muerto.
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