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Cuentos de estío: animales felices
El mundo se abrió como un dondiego al atardecer, incluso trasminó ese aroma vago de playa y juventud que fue su felicidad tantos años atrás, dulce, suave, tenue, ligero... Su cuerpo lucía hermosura, pliegues y quiebros y la verdad de la vida, su pecho feraz todavía se ofrecía a la naturaleza en sumo grado, la curva de la cadera se le antojaba una elíptica planetaria digna de ser orbitada, la arruga exacta bonita, y su pelo crespo era selva tranquila. La ducha había reparado parte del agotamiento y la mañana, con el café, parecía que inauguraba una vida nueva. Había dejado atrás el furor del sexo, había criado, había trabajado, había simulado, había vivido para los demás, siempre en otros y nunca en sí misma: ahora ya tenía todo forzadamente claro; se vio guapa y en la simpleza de la observación se sintió feliz.
Ropa discreta, la sensualidad de cubrirse sin pensar en nadie, en nada, el placer de lo inmediato, la bondad intrínseca de una mañana iluminada por un sol niño, el olor de una crema y el aroma del perfume y de la soledad ansiada... todo preparado, lista para ir al tanatorio.
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