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Cuando acabó la cena hubo que correr, los comensales se fueron hacia el fondo del salón donde una gran pantalla mostraba a una señora casi desnuda y a un señor pintiparado, el carillón del antiguo edificio de Seguridad estaba a punto de cantar el año nuevo y las uvas posaban inocentes en cuencos de papel hermosos y desechables. Mientras todo el mundo se disponía al ceremonial había que retirar las mesas a un lado, colocar estratégicamente las botellas de champán frío y sus copas y la música latente subía lenta por las paredes, dando a entender la explosión inminente que llegaría tras el último aldabonazo.
Inusitado, un silencio anegó el salón y comenzó una pedrea de campaniles, y ya después la emoción: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, ¡doce!: La explosión eufórica, las bocas llenas de suco albo de dulce fruta, la risa, el espumeante vino de aguja carbónica derramado, la felicidad mayor expresada en besos, abrazos y lágrimas...
El camarero miró a la pantalla y pudo leer algo así como “Evacuado el edificio...”, por las ventanas de la torre del reloj se podían percibir llamarones anaranjados y, en mitad de la fiesta, todo parecía parte del espectáculo moderno de luces tan admirado. Siguió con su trabajo frenético, fue a un rincón a reponer bebida y de un tragó brindó consigo mismo, y con su abuelo muerto tantos años atrás.
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