Cayo Aurelio Fabiano y la factoría de salazones de Iulia Traducta
ESTAMPAS DE LA HISTORIA DEL CAMPO DE GIBRALTAR
El rico alfarero de Barbésula visita con su hija Fabia a su mejor cliente: el empresario Vibio Maro
Allí conoce la mayor fábrica de 'salsamenta' y 'garum' del sur de Andalucía
Cayo Aurelio Fabiano, rico propietario de una de las alfarerías más activas de las que operaban en la bahía, situada en la ladera de una suave colina que iba a morir en la playa de blanca arena, y de las salinas que aprovisionaban de ánforas y de sal a las factorías de salazón de pescado de Iulia Traducta, había abandonado su ciudad natal de Barbésula, en la orilla del río Guadiaro, cuando aún el sol no se había levantado sobre el horizonte del mar.
Acompañado de su hija Fabia y tres de sus siervos y montados en un carro cubierto con una lona de color blanco para que los rayos del sol de junio no dañaran el envejecido rostro del empresario hispano y la tersa piel de su bella heredera, habían visitado sus salinas de Portus Albus antes de atravesar en barca el río Palmones y vislumbrar en la lejanía la ciudad donde Cayo Aurelio tenía la mayor parte de sus clientes.
Anochecía cuando el potentado barbesulano y sus acompañantes cruzaron el río de Traducta por el viejo puente de piedra y entraron en la ciudad por la puerta de poniente para instalarse en la casa de su amigo Vibio Maro, dueño de la más extensa y productiva factoría de salazón de pescado de la comarca, que se hallaba asentada en una meseta, al borde mismo del acantilado que daba a la fértil vega y a la playa.
Al día siguiente, guiados por su amable anfitrión, recorrieron las instalaciones de la factoría, pues Cayo Aurelio quería que su hija Fabia Fabiana, que aún no había cumplido los dieciocho años, conociera de primera mano cómo se producían los salsamenta de atún rojo y la preciada salsa que los antiguos púnicos habían traído de Oriente, que se denominaba garum, muy apreciada en los mercados norteafricanos y orientales por su excelente calidad.
Cuando Vibio y sus dos nobles acompañantes entraron en la factoría por la puerta de levante, los trabajadores se hallaban en plena actividad. La tarde anterior había arribado una corbita de Gades, procedente de la playa de Mellaria, con una gran carga de atunes pescados en la almadraba que Vibio Maro poseía en ese lugar de la costa.
En la sala de despiece, los operarios, situados en torno a una mesa de grueso maderamen, se afanaban en cortar con anchos cuchillos los enormes peces en trozos, descabezarlos, separar las agallas y las vísceras y reservarlas para elaborar el solicitado garum, lavar con agua dulce las piezas cortadas en cuadros y depositarlas en unas grandes cestas de esparto que se hallaban situadas no lejos de la mesa. Cuando las cestas estaban colmadas de trozos de atún, otros operarios las transportaban hasta el exterior de la sala y las iban colocando al lado de las piletas o balsas que ocupaban buena parte del patio, en torno a una explanada, en cuyo centro se divisaba un pozo de cuya agua se abastecían las diferentes dependencias de la factoría.
Algunos de ellos, con anchas palas de madera, arrojaban sal que tomaban de un almacén cercano en el fondo de las balsas; luego iban poniendo los trozos de pescado en tandas, alternando una tanda de atún con otra de sal, así hasta tener colmada la pileta. Las zonas del patio donde se hallaban estas estructuras recubiertas con opus signinum y con las aristas redondeadas para facilitar su limpieza, estaban protegidas por tejados confeccionados con hojas de helechos y aneas con el fin de impedir que el inclemente sol o una imprevista lluvia pudieran malograr el proceso de salazón.
Dejando a los trabajadores empeñados en sus labores de despiece, selección y transporte de los atunes y de preparación de las balsas con la sal y los trozos de pescado, los ilustres visitantes se dirigieron, siempre guiados por Vibio, a un ala de la factoría donde, en el interior de una amplia nave cubierta con tejados de tejas romanas a dos aguas, se hallaba gran número de ánforas colmadas del preciado producto preparadas para su exportación.
Dirigidos por un capataz, que anotaba algo en una tablilla encerada con un estilete de madera, un operario procedía a sellar la boca de las ánforas recién llegadas de las balsas con puzolana que depositaba sobre el opérculo o tapadera de cerámica. Luego aplicaba un sello metálico con los datos de la empresa antes de que la cal fraguara; otro pintaba con un pincel y un pigmento ocre rojizo el titulus pictus, consistente en un cartel situado sobre el cuello del ánfora en el que se escribía la clase y calidad del pescado que contenía, el año y el lugar de producción, el puerto de destino y la identidad de los mercatores o naviculari que comercializaban el producto.
De este departamento, las ánforas pasaban a un almacén de planta rectangular situado en el ala oriental de la factoría, cerca de la puerta que comunicaba con la rampa que iba a morir en la ribera de la corriente fluvial. Otros operarios se afanaban en tomar las pesadas vasijas repletas de pescado en salmuera y transportarlas, una a una, hasta el embarcadero de madera que se hallaba al pie del breve acantilado, en la orilla derecha del río.
"¿Cuál es el destino de esas ánforas que están depositando los operarios en el embarcadero, Vibio?", preguntó la joven Fabia cuando hubieron atravesado la puerta oriental de la fábrica y contemplaban, desde el borde del terraplén, las ánforas que iban ocupando una parte del embarcadero.
"Éstas han sido adquiridas por un mercader que tiene agentes en los puertos de Ostia y Nápoles y, también, en Siracusa", respondió el fabricante de salazones con aire de suficiencia. "Creo que las lleva a vender a ese puerto de la isla de Sicilia donde saben apreciar la calidad de los productos del fretrum gaditanum".
Como respondiendo a las palabras de Vibio Maro, no tardó en aparecer por la bocana del río una nave oneraria con la vela recogida que, sin dificultad -pues la marea estaba alta y la embarcación navegaba sobre una tersa superficie de aguas calmas- y a fuerza de remos, atracaba en el estrecho muelle de madera.
"¡Ése es el navío de Sexto Marsilio, el mercader de Cirene del que os estaba hablando!", exclamó el traductino. "Ahora tengo que dejaros porque he de supervisar personalmente las vajillas de terra sigillata itálica que le había encargado y no es extraordinario que ese truhán norteafricano intente venderme piezas falsificadas".
Cuando Vibio, cojeando visiblemente, pues arrastraba una secuela producida por una enfermedad sufrida siendo niño, se perdió entre las malolientes callejas que separaban las fábricas de salazón asentadas sobre el borde de la meseta, Cayo Aurelio y su hija Fabia se dirigieron a la acrópolis donde se alzaba, junto a la lujosa mansión de Vibio, el templo dedicado a la diosa Diana Augusta, deidad de la que era muy devota la joven barbesulana.
Aquel modesto templo había sido edificado por Octavio Augusto cuando, en el año 724 de la fundación de Roma, después de haber sometido a Cneo Pompeyo y, luego, al ambicioso y engreído Marco Antonio en la batalla de Actium, tomó los títulos de tribuno de la plebe, cónsul, Pontífice Máximo y princeps senatus, y asumió todo el poder en la decrépita República Romana. Entonces mandó que se erigiera una nueva colonia, que denominó Iulia Traducta, en la costa occidental de la bahía de Calpe, frente a la desleal, antigua y rica ciudad de Carteia, dotándola de todos los atributos que debía poseer una urbs: foro, lugares de culto, ceca para la acuñación de monedas y centros industriales.
Pero, de lo acontecido en aquel templo traductino por mediación de la rica y devota heredera Fabia Fabiana, se tratará en el siguiente capítulo.
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