Perdón

Opinión

Como en una parábola retorcida, la profanación llegó hasta la sacristía, donde el cáliz quedó a un lado, olvidado en el altar del delito. Se llevaron el metal, dejaron la fe intacta

Unos ladrones roban de madrugada dos cajas fuertes en el colegio Montecalpe de Algeciras y dejan un mensaje al capellán: "Perdón"

El colegio Montecalpe de Algeciras, en una imagen aérea.
El colegio Montecalpe de Algeciras, en una imagen aérea. / E.S.

La noche tenía la textura de un óleo negro y espeso. Sobre Algeciras, la brisa del Estrecho barría los últimos ecos del domingo cuando las sombras se deslizaron por los muros del colegio Montecalpe. No eran simples ladrones; no eran meros cacos de tres al cuarto que revientan una caja y desaparecen en la negrura. No. Eran ángeles caídos, salteadores con vocación de penitentes, sombras que sabían exactamente dónde golpear. Se movían con la precisión de un monje en la liturgia del crimen.

La cerradura cedió sin un quejido, la alarma se sumió en un silencio piadoso. Con guantes oscuros y el sigilo de un viejo sacristán, recorrieron los pasillos como quien sigue un catecismo aprendido de memoria. Abrieron puertas, forzaron despachos, registraron cajones. Como en una parábola retorcida, la profanación llegó hasta la sacristía, donde el cáliz quedó a un lado, olvidado en el altar del delito. Lo importante estaba tras el cuadro, en la caja empotrada en la pared. La revelación del botín, un oro de dudoso incienso. Se llevaron el metal, dejaron la fe intacta.

Y entonces, el milagro de la palabra. Un mensaje en la mesa del capellán, escrito con la tinta de la contradicción: "Perdón". No "lo sentimos". No "lamentamos el daño". Un simple y monástico "Perdón". Como una confesión sin sacerdote, como un salmo truncado, como una coartada moral en mitad del sacrilegio.

No es el primer robo en la historia, ni será el último, pero hay algo en ese mensaje que le da a la fe un último resquicio de duda. O a la duda, un último resquicio de fe"

No se sabe quiénes eran, aunque todo indica que conocían el colegio mejor que sus propios alumnos. Quizás antiguos estudiantes que un día aprendieron ahí la parábola del hijo pródigo y ahora regresaban, no para ser acogidos con el ternero cebado, sino para saquear la despensa antes de marcharse de nuevo al exilio del delito. No eran los rateros de Dickens ni los bribones de Mark Twain. No. Eran la sombra de El Jorobado de Notre Dame, un eco de Raskólnikov, los hijos de un expresionismo alemán o una novela rusa en el que la culpa y el crimen son inseparables.

La policía rastrea huellas, recaba pruebas, reconstruye la historia. Pero quizá lo único que importe, lo único que perdure, sea esa palabra, escrita en una mesa de despacho con el peso de una piedra en el alma: "Perdón". No es el primer robo en la historia, ni será el último, pero hay algo en ese mensaje que le da a la fe un último resquicio de duda. O a la duda, un último resquicio de fe.

Al amanecer, el colegio despertó con un aire de conmoción y misterio. El personal recorrió las estancias violadas por la noche, como quien inspecciona una iglesia tras un terremoto. Entre los pasillos, un murmullo crecía entre los alumnos, algunos susurrando teorías, otros evocando relatos de ladrones con alma. Hubo indignación, sí, pero también un extraño sentimiento de desconcierto.

stats