El último verano de 'La Oriental', la churrería que enseñó a Algeciras cómo cruje una buena patata
Tras 67 años de desayunos y meriendas, cierra este mítico local fundado por feriantes que se convirtió en ritual cotidiano para generaciones. Carlos Gómez y su mujer Carmen se jubilan. Nadie tomará el relevo
Adiós a Casa Dioni, el bar de Algeciras donde un loro borracho cantaba el himno del Athletic
En uno de los rebordes del parque María Cristina, en la calle Ramón y Cajal número 2, justo donde Algeciras empieza a desperezarse cada mañana, aún huele a aceite limpio, a churro recién frito y a ese ruido grave y serio del aceite cuando se le confiesa una masa. El cartel de La Oriental —churrería desde 1958— sigue en su sitio, con sus letras rojas y una bandera de España que cuelga sin complejos de la puerta. Dentro, Carlos Gómez Tejera ya ha servido cuatro cafés, seis chocolates y varias docenas de churritos. Las porras, vade retro. Y todo esto antes de las nueve.
Y sin embargo, se acaba. El verano de 2025 pondrá fin a La Oriental. Una freiduría que comenzó como un sueño con aroma de feria y terminó convertida en parte del mobiliario emocional de esta ciudad. “Yo he tenido que echar a los clientes”, dice Carlos mientras fríe parapetado tras su delantal blanco, seco al principio, hasta que entra en calor, igual que el aceite. “Porque no se iban nunca. Y yo tenía que cerrar. Tú nunca has visto un negocio que eche a la gente, ¿verdad?”. Lo dice con una mezcla de resignación y orgullo, como quien se sabe testigo de una era que ya no volverá.
“Mi madre se puso mala y ya no pudimos seguir de feria en feria. Tenía yo unos cuatro años. Nos quedamos en Algeciras para siempre”
Hijo y nieto de churreros
La historia de La Oriental comienza mucho antes de que existiera el local de Ramón y Cajal. Empieza en una feria, en un carro ambulante, en la posguerra. Francisco Tejera Rubio, abuelo de Carlos, era maestro pastelero en Madrid. Pero las bombas no entienden de hojaldres ni de azúcar glas. Perdió el obrador durante la Guerra Civil y se reinventó como feriante. Iba de ciudad en ciudad con su mujer, Ana Rubio, vendiendo dulces entre ganado, norias y albero. Y después, su hija, Ana Tejera, tomó el testigo. En una de esas rutas por Andalucía, la familia se quedó en Algeciras para siempre. “Mi madre se puso mala y ya no pudimos seguir. Tenía yo unos cuatro años. Nos quedamos aquí para siempre”, recuerda Carlos, nacido por casualidad en Dos Hermanas.
El nombre de La Oriental no lo pensaron mucho. Fue más bien una ocurrencia. Cuando el abuelo de Carlos decidió un buen día asentarse y encargar una caseta de madera a un carpintero, el resultado fue tan peculiar, con adornos en los aleros que recordaban a un templo chino, que alguien dijo: “Parece oriental”. Y así se quedó.
Desde entonces, ese rincón mitad hogar, mitad despacho de fritura, ha resistido todo lo que la vida le ha echado: crisis, modas, dietas, grandes superficies, bollería industrial, pandemias y hasta las nuevas generaciones, que “ya no bajan a por churros ni a por pan. Lo compran todo hecho”, dice Carlos con una media sonrisa.
Lo que nunca cambió fue el horario: “Abrimos cuando llegamos, cerramos cuando nos vamos y si vienes y no estamos, es que no coincidimos”, reza el azulejo que cuelga como declaración de principios en el local. Y así ha sido. Carlos ha estado ahí, cada día, desde las siete de la mañana. Porque el que es autónomo sabe que el descanso es un lujo que se paga con facturas impagadas. “Si no trabajas, no cobras. Así de claro”.
Su mujer, Carmen Lérida, natural de Algeciras, ha sido su compañera inseparable en esta cruzada de harina, sal y paciencia. Juntos han criado tres hijos. Los tres estudiaron, los tres volaron. Uno es arquitecto en Madrid, otra vive en Los Ángeles, donde su marido hace dibujos animados para plataformas que Carlos ni sabe nombrar. La tercera tiene dos perros y ninguna intención de madrugar para freír patatas.
“No quieren esto para sus vidas. Y yo los entiendo. Pero, claro, aquí se acaba todo. No hay relevo”, dice mientras enseña la cabeza de ajo que le ha regalado el frutero de al lado, con un entusiasmo casi infantil. Esa cabeza de ajo acabará convertida en su tostada de desayuno, con atún, aceite, pimentón y una dosis de felicidad tranquila. Todo acompañado de un colacao con miel y canela, unas nueces y un zumo de manzana con frutas. Así desayuna un hombre que lleva friendo desde los 13 años, cuando su padre lo escondía en un segundo local, en el Hoyo de los Caballos, para que no lo pillaran los inspectores de trabajo.
Hoy, festividad de María Auxiliadora, suena música clásica a todo volumen en el interior de La Oriental. Carlos Gómez la pincha desde un equipo que parece sacado de otro tiempo. Pero no es para la clientela. Es para él. La música le acompaña, como antes lo hizo el clarinete en la OJE —la Organización Juvenil Española, “una cosa de Franco, como los boy scouts de aquí”— donde aprendió solfeo. Ahora se ha pasado al piano. “Llevo tres años dándole al Youtube, aprendiendo solo. Porque yo soy así. Hago de todo: electricidad, soldadura, electrónica… Menos albañilería, que no me gusta por los materiales”.
“Hasta las doce, hago desayunos. Luego cambio el aceite y empiezo con las patatas fritas. El secreto… el secreto es haberlo mamado desde el biberón"
Pero su especialidad, su legado, su arte mayor han sido siempre las patatas fritas —con el punto exacto de sal— y los churros. “Hasta las doce, hago desayunos. Luego cambio el aceite y empiezo con las patatas. El secreto… el secreto es haberlo mamado desde el biberón. Mi abuelo materno, el pastelero, sabía lo que hacía. Y eso se hereda”.
En La Oriental no se venden ruedas. Cuando un cliente pregunta por ellas, Carlos, cortante, responde sin mirar: “Caballero, ruedas yo no hago. Solamente churritos”. Una docena a dos euros.
Pioneros en el reparto de patatas
En la repisa que corona la cafetera, hay colgados una veintena de platos de cerámica. Cada uno lleva escrito un lugar de España: Salamanca, Granada, Toledo... “Eso me lo traía la gente”, dice Carlos, señalando algunos huecos vacíos con clavos que cuelgan sin nada. “Sobre todo mi madre, que se iba con mi padre de viaje con el Imserso, y traía uno de cada sitio. Esto estaba lleno de platos, pero con el incendio que hubo...”. Aquel fuego, que salió en la prensa hace unos quince años, dejó más que hollín. Fundió cerámicas, quebró la loza del recuerdo. “Se cayeron muchos, por el calor. Se partieron. Y ahí se quedaron los agujeros”. Lo dice sin dramatismo.
Carlos se ríe al recordar su infancia, ese torbellino de travesuras en el que no se distinguía el juego del trabajo. “El niño del churrero, así me llamaban. Daniel el travieso no tenía nada que envidiarme”, dice, encogiéndose de hombros como quien pide perdón de antemano. Siempre inquieto, siempre el cabecilla. De esas pandillas que se armaban con un balón de trapo y una calle en cuesta. Y, a la vez, metido en harina.
Su madre, Ana Tejera, había intuido el negocio: patatas fritas empaquetadas, hechas con aceite, no con sebo, para que aguantaran crujientes después de enfriarse. En eso fueron pioneros en Algeciras
Su madre —siempre su madre— había intuido el negocio: patatas fritas empaquetadas, hechas con aceite, no con sebo, para que aguantaran crujientes después de enfriarse. En eso fueron pioneros. “En Algeciras no había sitio donde no se vendieran nuestras patatas. El Hotel Cristina, el Club Naútico, los cines, los barcos…”. Y ella, además, fue de las primeras mujeres en Algeciras en sacarse el carné de conducir. “Para repartir las patatas. En una furgonetilla con asientos de lona. Yo las cargaba, mi padre las entregaba, y ella al volante”.
De aquellos tiempos, Carlos recuerda la feria como una cuenta atrás. “Antes de que llegara la Feria Real, ya teníamos preparados cuatro mil paquetes, en cajas de plátanos”. Empaquetaba con su novia Carmen, que más tarde sería su mujer. La feria como horizonte y como empuje.
Pero un día, al llevar un pedido a la dulcería de La Alicantina, todo cambió. “El dueño me enseñó un expositor nuevo, lleno de paquetes de colores, con muñecos. Matutano. Me dijo: Ya no me compensa vender lo tuyo. Business is business”. Carlos Gómez volvió a casa y nunca más repartió patatas.
Entre una cosa y otra, vino una oportunidad de negocio paralelo en la playa. El Rinconcillo primero con una caseta en arena, luego Getares. Los churros rellenos, hechos con la misma boquilla de su abuelo pastelero, eran la estrella de las meriendas en El Rinconcillo. “Vendía hasta cuatrocientos en una tarde. Los contaba a mano. Freía, dejaba enfriar, y luego mi mujer y mi madre rellenaban con la manga pastelera”.
Con la ley de Costas, la venta en la arena se acabó. Pero la boquilla, la receta, y la memoria, siguen. “Después, montamos otra churrería al lado del Pentagrama, en el paseo marítimo de Getares, con once mesas en la calle. Los fines de semana, nos quedábamos a dormir allí, toda la familia. Cerrábamos a las cuatro, abríamos a las ocho”.
Hasta el 30 de agosto
Ahora, Carlos Gómez Tejera cuenta los días. En agosto cerrará para siempre. Sus cuatro nietos —dos en Madrid, dos en Estados Unidos— vendrán a pasar el verano. El más pequeño tiene cuatro meses. Quieren que los lleve a la Garganta del Capitán. “Cierro el 30, para que no me penalicen la miseria que me van a dar. Con 36 años cotizados, me van a dar 870 euros de jubilación. Es lo que hay por ser autónomo”.
Lo ha dado todo y aún así se va con lo justo. Pero también se va con lo que no se mide en euros: una ciudad entera que lo reconoce, una historia que se mezcla con la de Algeciras, un aroma a masa caliente que sale cada mañana de su puerta junto a los árboles centenarios del María Cristina.
“Hacer ruedas es un coñazo. Si no las vendes en veinte minutos, hay que tirarlas. Yo se las terminaba dando a los patos del parque hasta que regalé la máquina"
—¿Y por qué solo haces churritos?
Carlos se ríe, como si la respuesta llevara años esperando. “Porque la rueda es un coñazo. Si no la vendes en veinte minutos, hay que tirarla. Yo se la daba a los patos del parque”.
La máquina de porras la regaló. La tía Rosa, la única que sigue siendo feriante, se la llevó. “La suya, se la robaron en Guadalajara. Así que yo le di la mía”. Una pena para los patos.
Esta mañana de 24 de mayo, con esa parsimonia que dan los años, Carlos Gómez vuelve a freír. Solo churros. Y espera, tranquilo, a que llegue el verano. Con los nietos, con la excursión junto al río de la Miel a las puertas, con el final redondo, como una enorme rueda, que se merece.
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