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Algeciras/Juan Rodríguez Rodríguez no sólo apaga las luces de un bloque de pisos situado en la avenida Virgen del Carmen de Algeciras; apaga también una época. Portero desde hace 14 años largos, el 31 de octubre, día de los Tosantos, se jubiló del puesto que tomó casi de casualidad y al que le ha dado buena parte de su vida.
Antes de que las puertas de este edificio se volvieran su día a día, Juan era jardinero en el campo de golf de La Alcaidesa, en La Línea de la Concepción. Pero la crisis del ladrillo, como a muchos otros, lo dejó en el aire. “Caímos un montón de gente. De la noche a la mañana, nos dieron nuestra indemnización y tuvimos que salir de ahí”, recuerda. Fue entonces cuando la portera del bloque vecino le echó una mano, recomendándolo. “Cuando llegué aquí, yo ni sabía que existían porteros”, dice con una sonrisa.
“Cuando llegué aquí, ni sabía que todavía existían porteros”
Fue Paco, el anterior conserje, quien le enseñó en una semana las claves de su nuevo mundo: el lugar de cada llave, el funcionamiento de los ascensores, las costumbres de cada vecino. “Paco conocía cada gotera del bloque”, bromea Juan. Y vaya si las había. “Estaba un pelín dejado”, recuerda, aún con tono de resignación. “Me tiré un montón de meses, incluso un año, pintando de arriba a abajo, las doce plantas, más el garaje y las puertas. Este edificio es enorme. Y muy antiguo. Tiene más de 50 años, todavía con tuberías de hierro y plomo. Los motores de los ascensores también estaban para cambiar…”.
Nacido en Gaucín, Juan llegó a Algeciras con 15 años. Sus primeros trabajos le enseñaron los rudimentos del oficio: algo de albañilería o hacer puertas y ventanas. Hasta que encontró su vocación. “El campo de golf fue uno de los pocos sitios a los que fui contento de trabajar”, admite con nostalgia. Pero cuando la vida lo trajo a la avenida Virgen del Carmen, no tardó en darle su propio sello. Desde entonces, ha mantenido el portal como una extensión de su casa y a muchos vecinos como a su propia familia.
El presidente de la comunidad ya ha dejado claro que, al jubilarse Juan, probablemente no haya reemplazo. Tener un portero, dice, es un lujo caro y prescindible
Pronto, sin embargo, el bloque quedará huérfano de portero. El presidente de la comunidad ya ha dejado claro que, al jubilarse Juan, probablemente no haya reemplazo. Tener un portero, dice, es un lujo caro y prescindible. Y aunque las puertas se cierren y las luces se apaguen como siempre, sin Juan, el bloque perderá una presencia que sabía de cada cara, cada rincón y cada historia, incluidas las sombras que alguna vez envolvieron al bloque en el pasado.
En diciembre de 1988, mucho antes de que Juan llegase, el empresario naviero Juan Luis Bandrés Guerrero fue abatido a tiros en uno de los pisos de oficinas por un exempleado despechado. La tragedia de aquel disparo aún retumba en las memorias más antiguas del edificio, ubicado frente a la estación marítima.
El bloque es una puerta de entrada para todo tipo de personajes. "Aquí pasa de todo. Gente con buenas intenciones y con malas”, comenta Juan Rodríguez Rodríguez, hablando desde la portería que ha sido su puesto de vigilancia y refugio contra el húmedo viento de levante durante casi tres lustros. “Por aquí es fácil que entre cualquiera, y más ahora que hay tanta inseguridad en el paseo marítimo, aunque hayan puesto cámaras de seguridad”, advierte.
"Aquí pasa de todo. Gente con buenas intenciones y con malas”
Juan, que conoce los ritmos y los rostros del vecindario, ha sido la primera y más confiable línea de defensa del bloque. “Aquí hace falta un portero. Hay locales comerciales de donde entra y sale gente continuamente, y dejan la puerta que da a la calle abierta”, explica. Sabe de lo que habla: desde que el edificio vecino se quedó sin portera, se han multiplicado los robos. Él mismo ha visto merodear a figuras extrañas que, al encontrarle detrás del mostrador, optan por desandar el camino. “El portero presencial tiene eso, que hay alguien aquí que está vigilando el bloque”, subraya.
Pero su papel va más allá de la simple presencia. “Yo todas las mañanas, nada más entrar, llego hasta el último piso, el octavo, y bajo todas las escaleras andando, fijándome en cada puerta”, explica. No es solo rutina; es una ceremonia de seguridad. Su supervisión constante ha evitado desde pequeños incidentes hasta sorpresas más desagradables. Juan recuerda, entre muchas anécdotas, cómo en un fin de semana en que libraba, un vagabundo se llevó los zapatos de una familia completa que los había dejado en el rellano. “Said, un vecino marroquí, siempre los ponía fuera para no ensuciar la casa. Pues un vagabundo entró y se los llevó con una carretilla. No dejó ni uno”, recuerda Juan. Tiempo después, supieron que los había vendido en un mercadillo cercano.
En tiempos de pandemia, Juan se convirtió en algo más que el portero del bloque; fue, literalmente, el apoyo de quienes no se atrevían a salir de sus casas. Durante el confinamiento, su rutina cambió de forma drástica. “Yo he sido los pies y las manos de muchos vecinos mayores”, cuenta con la misma naturalidad con la que, a diario, se levantaba para recorrer las ocho plantas del edificio. “En esa época, no falté ni un día al trabajo”.
“Yo he sido los pies y las manos de muchos vecinos mayores”
“Alguna vez que se han caído, que se han pegado un susto, también he subido a auxiliarlos”, recuerda. Si una tubería daba problemas o un electrodoméstico se estropeaba, los vecinos sabían que bastaba con avisar al portero. “Yo siempre estoy en la portería para los vecinos. Eso no lo hace un porterillo automático. Las personas no pueden ser reemplazadas por máquinas. Los porteros, tampoco”. Con la voz levemente entrecortada, reconoce que dejar este trabajo no es fácil. “Me da pena marcharme, porque en este bloque vive gente muy buena”, confiesa.
Justo entonces, baja una vecina —la doctora del sexto— con una sonrisa y un par de botellas de vino en las manos. Es su forma de despedir a quien ha sido, más que un portero, un vecino indispensable.
“Me da pena marcharme, porque en este bloque vive gente muy buena”
No todo ha sido sencillo en estos años. “Lo peor de este trabajo eran las tardes. Se me hacían muy largas en la portería, sobre todo en invierno, cuando anochece tan pronto”, admite, recordando esas horas en que el edificio parecía vaciarse, y él, solo con sus pensamientos, se quedaba esperando a que algún vecino regresara, saludara o necesitara algo.
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