Campo chico

La calle Munición, libreros y practicantes

  • Nogue era lo más parecido a una librería entre los posibles de que se disponía. Ango y Bazo completaban lo principal de la oferta

  • Pertenecía a una generación de practicantes de gran ascendencia social, ligados al hospital civil de La Caridad

El Paseo Marítimo, desde la Escalerilla, sobre 1960.

El Paseo Marítimo, desde la Escalerilla, sobre 1960. / E.S.

La calle Trafalgar era antes de que los modernos supieran de su existencia, un pequeño callejón que descendía pegado a un muñón de tierra elevada, que se adentraba en el mar desde la calle Munición. Su embocadura casi se enfrentaba a la puerta principal del cuartel de Escopeteros. El muñón terminaba en una caseta de esas en las que una pareja de la Guardia Civil vigilaba la costa. Esa área urbana que se extiende desde el noreste de la Plaza Alta, limitada al oeste por la calle Convento, al norte por El Calvario y al este por los taludes, ya felizmente desaparecidos, es sin duda la que ha soportado –eso sí, para bien– una mayor transformación en los últimos veinte años del pasado siglo.

Algeciras es, obviamente, una ciudad marítima, costera, y eso era evidente mientras en su mitad norte se elevaba sobre unos cuantos terraplenes cuando no orillas arenosas o piedras. Desde mar adentro, Algeciras era un pueblo más o menos blanco, con casas altas al borde del mar, la torre de una iglesia, un mirador, el de la casa de los Benítez Santos, una conífera, la del patio de los Méndez y, durante un tiempo, una enorme chimenea, fea como ella sola, por la que respiraba la energía que criaba la fábrica de luz de don Manuel Patricio.

En el lugar en el que se construiría la Escalerilla y frente al cuartel, los terraplenes acumulaban toda clase de basuras y residuos. Sin embargo ese polígono que se asomaba al mar, reunía una concentración de bares de copas, alternes y flamenqueos al estilo de la época, que hacía las delicias de los marineros que pasaban una o varias noches en tierra, disfrutando de los ratos libres que les dejaba la faena y relajándose de los largos días de travesía cuando no de tempestades. Los niños de aquellos años de carencias, teníamos la zona por algo fuera de nuestro alcance. El diseño del Paseo Marítimo, la construcción de El Mirador y de la Escalerilla, y más que nada, la posterior remodelación de esa parte de la ciudad que siendo tan céntrica no era digna de tenerse en cuenta, fueron medidas de una extraordinaria importancia para la estructura urbana de Algeciras. Pena que se perdiera el convento que tanto significó en el desarrollo de la ciudad, pero su pérdida arrastró obstáculos que impedían dar al centro de Algeciras la dignidad que demandaba.

Junto a la Alcaldía, en la calle Convento, estaba el Bar Coruña, cuya historia es, como sabemos, consustancial con la de la ciudad, y frente a ella la imprenta Bazo, de José García Jaén, uno de los componentes de la legendaria complicidad artística que conocimos con el nombre de Tria 75. Pues bien, a un lado de la imprenta, la papelería de María Milagros –una mujer bellísima– y Pepe Alcaide, ligada igualmente a la familia Bazo, y al otro lado ¡una cárcel! que durante muchos años lo fue hasta la construcción del formidable edificio de La Piñera, más allá del puente del Matadero, pasada la curva que rodeaba a uno de los establecimientos de hostelería más tradicionales, el de los hermanos Constante, Pepe y Emilio. Luego vendría Botafuegos. Hasta 1953, en ese pequeño y significativo espacio del primer tercio de la calle Convento, desde la Plaza Alta a San Antonio, se desarrollaba una escena emocionante que congregaba en ese punto a muchísima gente. Como ocurre en Málaga, con la procesión de Jesús El Rico, un recluso era liberado –naturalmente, de acuerdo con la autoridad judicial– al paso del Nazareno, el Jueves Santo, y se incorporaba al desfile tras el trono, con hábito y antifaz morados, sin capirote. Para los niños aquello era cosa de la Providencia.

Las papelerías tenían algo que ver con el libro. Los libreros son piezas raras, una clase muy limitada de la especie humana. Por ahí anda, envuelto en una esfera espesa y blanquinegra de barbas y cabellos, Jorge del Águila, que un día, ya de mayor, abrazó la bohemia y ejerce desde entonces, envejeciendo a través de una larga juventud inacabable, de rutas y de ensueños, desde que dejó en el costado del Almanzor hasta su extinción, la legendaria Praxis, una de las mejores librerías de todos los tiempos transcurridos por estos pagos. Pena que no disfrutemos ya del anarcolibrero Carlos Prieto, que ha dejado su sombra instalada frente a la puerta del viejo hospital militar, aburrido como está el caserón de no ser nada. Mucho talento se desparramó en las tertulias de El Libro Técnico. Ambos, Jorge y Carlos, estuvieron alojados en la actualidad del pueblo, cuando yo andaba más por otros mundos, lejanos en ocasiones. Antes que ellos, había pocas oportunidades de encontrarse con un libro sin buscarlo.

Nogue era lo más parecido a una librería entre los posibles de que se disponía. Ango, en la calle Ancha y la papelería aneja a Bazo en la calle Convento, completaban lo principal de la oferta, salvado el ambiente entrañable de dos personajes irrepetibles, Antonio y Daniel. Había algo de misterio entre los pocos que se ganaban la vida instalando una oficina de intercambio de tebeos y de novelas de corto y medio alcance, del oeste, de amores, policiacas, de ciencia ficción y, en fin, de todo ese universo en que uno puede encontrarse con calidades inesperadas. Antonio Moreno en la calle de las Huertas y Daniel Florido en la plaza, fueron la personificación de ese arte de saber en donde no parece que se sepa y se sabe más de lo que uno puede imaginar. Eran personajes, por lo general, introvertidos y se te antojaban mascaron de proa de una vida misteriosa e interesantísima. Yo era un devoto de Daniel, sabía que procedía de algún lugar de Huelva y que tenía problemas (políticos) ligados a su pasado. No era fácil entablar con él una conversación pero, aunque no supe entonces que era un gran poeta, llegué a poder hablar con él acerca de las motivaciones del Guerrero del Antifaz, de lo mal que lo pasaban en el frente de Corea, los héroes de Hazañas Bélicas y de lo útil que le era Pedrín al gran detective Roberto Alcázar, sobre todo cuando aparecía el malvado Svintus, un alter ego de Drácula.      

Muchos buenos ratos pasé en Nogue cuando me aficioné a la radio de galena de la mano de Rafael Fosela. Allí nos veíamos todas las tardes. Sus parientes tenían junto a Nogue un negocio importante de fontanería. Rafael tenía talento e iniciativa. Vivía en la calle Convento, en uno de aquellos espléndidos patios, junto a la gran tienda de tejidos de los hermanos Medina. Era todo un personaje por el que yo sentía admiración. Se hizo marino mercante y estuvo embarcado algún tiempo. Hasta que llegó Acerinox y pudo colocarse en tierra. Un accidente laboral lo dejó maltrecho, pero superó con bien el infortunio. En aquella casa vivía también Domingo García Elena, compañero del Instituto, hijo de un practicante de pata negra al que todos llamaban Picón, que era su segundo apellido. Pertenecía García Picón a una generación de practicantes de gran ascendencia social, ligados al hospital civil de La Caridad. Recuerdo con especial cariño a Pepe Rubio, con su voz quebrada y su bigote triangular. Era un excelente pianista flamenco. Formaba con el inolvidable Marcos, su cuñado, y otros compañeros una de las reuniones fijas más notables de Los Rosales.

Se vivía en ese referente de la hostelería algecireña, un ambiente que resultaba esperanzador para quienes conocían la historia reciente de los parroquianos. El padre de Pepe Rubio había sido fusilado decíase que por ser masón y Francisco Matías Rosales, tío de Isabelita, la mujer de Ignacio, el propietario y conductor de Los Rosales, había sido licenciado de su destino de jefe de estación en Renfe, presumiblemente por razones ligadas a su inmediato pasado político. Ignacio recogía en su casa a unos cuantos parientes de Isabelita, que por una causa u otra, necesitaban abrigo y ayuda. Paco, uno de ellos, ayudaba a Ignacio en la compra diaria y en lo que hiciera falta. Su hijo era, curiosamente, policía armada y había nacido en Mérida, el último destino de su padre. Con el tiempo, cuando faltaba poco para que tuviera la edad de jubilarse, éste fue readmitido en Renfe. La clientela de Los Rosales tenía un grueso importante de militares y funcionaros, municipales y de Tabacalera, y por obvias razones, de empleados de Correos y Telégrafos, especialmente de los llamados ambulantes que hacían el recorrido desde Madrid y se ocupaban de la distribución de la correspondencia. Una estampa típica de Los Rosales era el camión de correos aparcado en sus proximidades y, con frecuencia, algún coche de caballos de los que entonces utilizaban los militares de alta graduación para sus desplazamientos.

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