Campo Chico

Juanito Márquez y el Mesón Algeciras

  • Felipe, Mario y Juan sobrevivieron a la rica y bella oferta que significaban nuestras muchachas

  • Dos grandes fotografías aéreas, una de Algeciras y la otra de Setenil de las Bodegas, ilustraban las paredes del Mesón

El Casino de Algeciras, a principios del Siglo XX.

El Casino de Algeciras, a principios del Siglo XX.

Aquella noche de diciembre, más bien fría, de uno de los primeros años ochenta, me llamó Juanito Márquez, una de esas personas que se te quedan y crecen en tu corazón y en tu memoria sin que el tiempo les haga mella. Juan había sido futbolista, portero por más señas. Como tal dicen los especialistas, que era muy seguro entre los palos. No era muy alto, pero sí muy ágil, muy fuerte y con una gran intuición. Empezó jugando en el Corchera Española, una referencia en la cantera, y se hizo profesional en un Algeciras C.F. histórico, el de El Calvario; el de Tarro, Saborido, Loren, Tapia, Periquito, Juan José y Mendoza, entre otras glorias de nuestro balompié. Anduvo en tratos con el Barcelona pero por alguna razón aquello no cuajó y se tradujo en la renuncia a una carrera con síntomas de llegar a buenos puertos. Animado de mucha curiosidad, poseía esas cualidades que ornan a las mentes privilegiadas. Tal vez fueran su sentido de la independencia y su actitud prospectiva las causantes de su soltería, que mantuvo incólume a través del tiempo y a toda prueba. Con Eloy Alba, Mario Acevedo, Santiago Sarmiento y Felipe Gayubo formaba un pequeño grupo de solteros de oro al que no tardaron mucho de dejar de pertenecer Eloy, Mario y Santiago. Mario era bastante más joven que los demás, pero participaba con buen ánimo de esa actitud de no limitarse, que tienen los que no están dispuestos a que nada ni nadie turbe sus silencios y soledades.

Felipe, Mario y Juan sobrevivieron a la rica y bella oferta que significaban nuestras muchachas, lo que no quiere decir que no frecuentaran su compañía. Adelaida Deudero Power que adoptaría en el cine el nombre de Aida Power, era una de las estrellas más luminosas de la calle Ancha, pero no la única. María del Carmen Ramos y Margarita –la niña del seita− no le iban a la zaga. Esta última además, tenía un Seat 600 (de ahí la coletilla que se le añadía a su nombre), lo que para la época era algo fuera de lo común. Aparte de ser una muchacha de regular envergadura y gran belleza, el uso de minifalda en su vestuario habitual, no dejaba a nadie indiferente. De hecho, Juan rondó una temporada a Margarita, pero pudo más su independencia. La juventud relativa de Mario respecto a Felipe y a Juan y las habilidades de aquel para mantener la proximidad con estos, después de casarse, consolidaron una amistad profunda entre estos tres grandes personajes de nuestra historia cercana. Mario y Juan eran muy de la tarde y noche, de modo que en la época dorada de la calle Trafalgar era fácil encontrarles en aquellos espléndidos locales que acogían a los más maduros. Ipanema, de Pedrito Amores Piña, palmonense rehecho en Algeciras, era uno de ellos. Gustábamos de ir por allí y en ello tenía que ver una mujer, Carmen, cuya categoría profesional competía con su belleza. Pedrito tuvo que optar por domesticar el ruido y abrazó el estruendo para sobrevivir cuando su clientela se pasó de maduración. Hubo un tiempo que su gran pantalla de televisión fue escenario escogido por los aficionados a los partidos de fútbol que estaban fuera de nuestro alcance. Miguelito Rovira y Paco Moya eran dos de los mejores clientes de Pedro.

Ahora que veo la muerte lenta del Casino, en el que el amigo José Butrón parece guardar las armas de sus ya innecesarios y curtidos compañeros, se me actualizan una barra y una cocina de muchos años que heredaban la solera y el recuerdo de La Plata, en la esquina de la calle Convento, con la figura elegante e inolvidable de su mandamás Nicolás, ataviado de chaqueta blanca y palomita. Me entristece recordar la gran oportunidad que perdió esa vieja y querida sociedad, con tantos acontecimientos en su ADN, cuando unos socios, calentados por unos cuantos iluminados, impidieron la continuidad de Francisco Moya Navarro en su presidencia. Desperdiciaron la posibilidad de ser conducidos por un gran profesional de la Banca, al que yo conocía como nadie y cuya honestidad y bonhomía he visto desarrollarse desde la primera fila del patio de butacas. Paco estaba por redefinir la estructura de una sociedad que había ido perdiendo el paso de los tiempos. No recibió el apoyo necesario para renovar su gestión como presidente del Casino y esa enorme equivocación que cometió la sociedad fue la firma de su sentencia de muerte. Lo escribí entonces y lamento muchísimo que ahora pueda aludirlo como una premonición acertada. Este año, al ver la ausencia en la Feria de la caseta del Casino, recordé con una enorme nostalgia a la que formara parte del alma de nuestra fiesta mayor. En los años de Paco Moya, esa caseta rebosaba de gente y ofrecía un espectáculo de primera fila, que generalmente gestionaba la empresa Delsi de Juan Ricardo Delgado Silva. Cientos de socios se dieron de baja tras la salida de Moya de la presidencia, en un desfile que señaló la recta final, la que conduciría al Casino a su actual estado de caquexia.

Aquella llamada de Juanito Márquez nos abriría a los algecireños de la diáspora, con la asistencia de los residentes y la iniciativa de unos cuantos paisanos de aquí, de allá y de acullá, un camino que recorrimos a lo largo de algo más de tres lustros y supuso, ya lo escribí en una anterior entrega, una de las historias espontáneas que más y mejor han proyectado nuestras muchas buenas cosas, en la capital de España. Esa tarde llegaba Santiago Sarmiento de Caracas y se alojaría en el hotel Eurobuilding, de modo que Juanito me llamaba para que nos viéramos con él. Lo primero que hacía Santi (Shamuti para los más íntimos) era disfrutar de una pequeña, intensa y rápida estancia en Madrid. Algo que no faltaba era una comida en el (quizás) único autoservicio que funcionaba entonces en la capital. Creo que se llamaba Blanco y Negro y estaba en la Puerta del Sol, en la esquina con la calle del Correo, a pocos metros del terrible atentado de ETA del 13 de septiembre de 1974, tan terrible que hizo fruncir el ceño a los no pocos españoles –los había− y no españoles, que veían en el terrorismo un proceder comprensible. Lo del autoservicio resultaba curioso y abarataba la factura. Bien es verdad que los estudiantes de mi época conocíamos bien la práctica de hacerse con una bandeja para recoger la oferta que se nos hacía en los comedores de tropa del SEU (Sindicato Español Universitario). Como en los cuarteles. Pero claro, eso mismo con buenas viandas y un servicio presentable, resultaba de lo más exótico. De hecho era un precedente de los ya tan populares bufés. Santi, Juanito y yo, los tres algecireños nativos, nos fuimos a recibir a Santi y nos vimos con él en aquel fantástico escenario del Eurobuilding. Juan trabajaba entonces en una empresa importante de interiores y vivía entre Sevilla y Madrid. Fue él quien nos habló de que por casualidad había encontrado un curioso bar en una calle del barrio de Estrecho, en el distrito de Tetuán. Un distrito populoso al que se aludía a veces, con su antiguo nombre de Tetuán de las Victorias, que tuvo plaza de toros y que disponía de un excelente e histórico mercado.

Juan nos contó que le llamó la atención el nombre de Algeciras en la puerta. Dos grandes fotografías aéreas, una de Algeciras y la otra de Setenil de las Bodegas, ilustraban unas paredes bastante frías. Su naturaleza y su vieja dedicación al fútbol le hacía conocido de los aficionados y aquel hombre que le atendió, más o menos de su edad, enseguida hiló una corta conversación en la que le contó que se llamaba Juan Guerrero y que abrió ese pequeño bar después de unos años fuera de Algeciras, de donde salió en 1976 a consecuencia de una huelga de dimensiones desconocidas hasta entonces, que afectó de modo importante a la hostelería. Había que conocer a Juan para componer una escena como la que habría vivido. Las turbulencias propias de un cambio político como el que se estaba produciendo, se añadían a una generalizada conflictividad laboral. Nuestro personaje se puso a trabajar con muy pocos años. Había ingresado en el Instituto cuando nuestra querida institución no había cumplido ni siquiera diez años. A punto de comenzar el tercer año del Bachillerato de entonces (de 10 a 16 años de edad), apenas cumplidos los trece, su padre cayó enfermo. Guerrero era el único varón de los hijos de una familia numerosa de seis miembros y no había otra alternativa que abandonar los estudios y ponerse a trabajar. Nada raro en la España del ecuador del siglo pasado, cuando las secuelas de una horrible guerra aún estaban en vigor. Juan se incorporó al puesto de su padre en el Bar Miramar de la Marina. Después tuvo destinos de responsabilidad, estuvo algún tiempo en el Hotel Sotogrande y terminó su periplo profesional en la comarca, en Río Grande, un establecimiento de alto nivel en el cruce de la Estación de San Roque, de especial relevancia en la época en que fue regentado por Francisco García Trevijano, que contaba entre sus clientes habituales al maestro Miguel Mateo Miguelín.

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