La academia de danza Adagio, la herencia viva de Lola Manteca, cumple 45 años marcando el compás de Algeciras
Ana Rosa Ruiz Gavira, directora de la mítica escuela, repasa la historia, los sacrificios y la filosofía de un estudio que ha formado generaciones enteras y ahora celebra su aniversario con una gran gala en el Teatro Florida
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El gran espejo ocupa la mitad del salón. Alrededor, la barra de calentamiento permanece en silencio, como esperando que unas manos la reclamen. Es una mañana luminosa, a las puertas de la Navidad, y en el principal salón de la academia Adagio se respira una calma cargada de memoria. Ana Rosa Ruiz Gavira se mueve por el espacio con la naturalidad de quien pertenece a él desde hace décadas. Ultima detalles, hace anotaciones mentales, piensa en luces, músicas y nombres propios. El próximo 30 de diciembre, el Teatro Florida acogerá la gran gala del 45 aniversario de la academia, un colofón que reunirá a alumnos, exalumnos y colaboradores en una celebración que es, en realidad, una historia de vida compartida.
Lola Manteca, el origen de todo
En una de las paredes cuelga una carta. Está firmada por Lola Manteca. Junto a ella, una gran fotografía en blanco y negro: Lola sonríe mientras baila, detenida en un gesto que parece eterno. El texto no es solo un recuerdo; es un acta fundacional, un relato íntimo del nacimiento y la evolución de Adagio. Ahí se cuenta cómo el estudio abrió sus puertas en octubre de 1980 en una pequeña guardería de la urbanización Villa Palma, cómo cada tarde había que retirar pupitres y descubrir espejos para que el salón se transformara en sala de danza. Cómo, en 1981, se trasladó al local sobre el supermercado Acevedo, en la plaza de abastos. Y cómo, en enero de 1984, llegaron dos hitos decisivos: el traslado a la sede actual, en la avenida Virgen del Carmen con entrada por la calle Muro, y la incorporación como profesora de flamenco y danza española de una joven Ana Rosa Ruiz, que aún imparte las clases de esta especialidad.
Lola Manteca, madrileña de nacimiento y algecireña de adopción, licenciada en Ciencias de la Información, cambió el periodismo por la danza casi sin saberlo. Llegó a Algeciras por amor —su marido, compañero de estudios, era de aquí— y decidió probar suerte con aquello que siempre había sido su pasión. Antes dio clases en guarderías y colegios; después, levantó una escuela que acabaría marcando a generaciones enteras del Campo de Gibraltar. Falleció en junio de 2016, tras una larga lucha contra el cáncer de mama, pero dejó una huella imborrable. En 2009 fue distinguida por el Ayuntamiento de Algeciras como Empresaria del Año y, al recoger el galardón, recordó que cuando llegó “había pocas mujeres trabajando”. Su ejemplo de superación, entrega y compromiso con la ciudad sigue presente en cada rincón de Adagio.
Ana Rosa habla de ella con la emoción de quien nombra a alguien imprescindible. “Yo soy hija única. Y para mí fue mi hermana”, confiesa. “Fue la que me encauzó en el camino. Me cambió la vida profesional totalmente”. La delegación de responsabilidades, cuando la enfermedad ya avanzaba, no fue fácil de asumir. “No me lo esperaba”, admite, pero entendió que el proyecto tenía que continuar. “Esto tenía que seguir para adelante”.
El día que Ana Rosa Ruiz entró en Adagio
Su propia historia con Adagio comienza casi por casualidad. “Yo conocí a Lola cuando ella daba clase en el piso de arriba de la tienda de Acevedo, junto al mercado”, recuerda. La invitaron a un festival en el Imperial de La Línea, sin saber siquiera que en Algeciras existía un estudio de danza. “Yo vi aquello y me quedé muerta. Dije: esto lo tengo yo que conocer”. Ella había bailado desde niña, siempre flamenco, y decidió apuntarse como alumna de Lola para aprender ballet, mientras daba clases de flamenco en un colegio del Rinconcillo y arrastraba una formación previa en Enfermería. “Las vueltas de la vida”, sonríe.
La confianza se fue tejiendo con naturalidad. Lola sabía que Ana Rosa bailaba flamenco, que enseñaba, que tenía algo especial. Cuando compró el local actual, le propuso incorporarse como profesora. “Me emocionó mucho que confiara en mí”. Fue también Lola quien la animó a dar un paso más. “Ana Rosa, ¿por qué no haces la carrera de danza?”. No había información, ni facilidades. Los exámenes se hacían por libre. “Yo iba a Torremolinos, cuando las carreteras eran como eran, y a Jerez para afianzar más el flamenco”. Bocadillos en los autobuses, madrugones, horas interminables. “Aquello fue una odisea, pero con aquella edad yo me comía el mundo”.
Los valores que se aprenden en un escenario sirven para toda la vida
Mientras tanto, se formaba también en ballet con la propia Lola. “A mí me daba clases a mí sola. Me cobraba 5.000 pesetas por una hora”. Iba todas las mañanas, incluidos sábados y domingos. “A apurarme, porque a la semana siguiente tenía que seguir avanzando”. Año tras año, así se construyó una carrera. Después llegaron los viajes con las alumnas para examinarse en el Conservatorio de Málaga, hasta que la ley educativa cambió y desaparecieron los exámenes por libre.
De esas aulas salieron nombres que hoy forman parte de la historia de la danza en España. Úrsula y Tamara López comenzaron aquí, muy niñas. Úrsula se tituló en el Conservatorio de Málaga en ballet, danza española y flamenco; a los 18 años ya estaba en la ópera Carmen dirigida por Carlos Saura para el Festival de Spoleto. Pasó por la Compañía Andaluza de Danza y el Ballet Nacional de España y fundó su propia compañía. Tamara fue bailarina principal del Ballet Nacional y hoy es maestra en Sevilla. Junto a ellas, Teresa López, Sol Bilbao, Elena Chico, Susana María Rodríguez, Candela Holgado o María Llinares Manteca, hija de Lola. Todas llevan, de una forma u otra, el sello de Adagio.
Aquí no se viene solo a bailar
Pero Ana Rosa insiste en que no todo es escenario y éxito profesional. La esencia está en la enseñanza. Y ahí su discurso es claro, firme, a veces incómodo. “Hoy día es difícil”, afirma. “Por la actitud que tienen los niños a través de los padres”. Habla de sacrificio, de responsabilidad, de una sociedad que protege en exceso y exige poco. “Yo se lo digo siempre a mis alumnos: aquí no venimos a bailar. Aquí venimos a aprender. Y a aprender no solamente una técnica, sino una disciplina, un saber estar”.
No solo se enseña técnica, se enseña disciplina y saber estar
En Adagio se enseña a escuchar, a respetar, a moverse en un escenario y en unos camerinos. “Eso requiere mucho trabajo. Son valores que les servirán toda la vida”. Recuerda cómo alumnas como Úrsula y Tamara pasaban aquí de cuatro de la tarde a diez de la noche, estudiando en los descansos, aprovechando cada minuto. “Luego hay niñas que no se dedican a la danza, pero tienen carreras impresionantes”. Y es tajante con una excusa recurrente: “No puedes venir diciéndome: la tengo que quitar porque no le da tiempo a estudiar. Eso es mentira. El que pierde el tiempo, lo pierde en todo”.
Le preocupa también la falta de creatividad. “Hoy los niños son poco creativos. Le dan a un botón y lo tienen todo hecho”. Habla de tablets, de enciclopedias que ya nadie conoce, de referentes de la danza que no suenan a las nuevas generaciones. “Les hablo de Carmen Amaya, de Antonio Gades, de Antonio el bailarín, de Antonio Najarro… y no saben quiénes son. Y digo: pero bueno, si tenéis internet”. Suspira, consciente de la paradoja. “Ojalá yo en mi época hubiera tenido esa facilidad”.
Generaciones unidas por la danza
Cuando compara disciplinas, su mirada se ilumina. El flamenco es libre, sí, pero exige un conocimiento profundo del cante, de los compases, de los pasos. La danza española, recuerda, es completísima: ballet clásico, escuela bolera, danza estilizada, danzas regionales. “Cada persona nace con un don”, reflexiona. “Pero ese don hay que trabajarlo. La técnica es importantísima. Los bailarines que se dedican al escenario son deportistas de élite. Necesitan un fondo físico tremendo”.
Cada persona nace con un don, pero ese don hay que trabajarlo
Hoy, Adagio cuenta con cerca de 150 alumnos, desde los cuatro hasta los ochenta años. Cinco profesoras (Alba, Eva, Rosa, Maite y la propia Ana Rosa), una secretaria (Fabiola), y una cadena humana que se extiende en el tiempo. “Se juntan dos generaciones. Madres que estudiaron aquí traen a sus niñas. Incluso abuelas que traen a sus nietas”. Un caso único en Algeciras.
El 45 aniversario no es solo una cifra redonda. Es la confirmación de un legado. La mañana del 30 de diciembre, antes de la gala, el Ayuntamiento colocará una placa en la calle Muro, junto a la puerta del estudio, en homenaje a Lola Manteca. Un gesto simbólico para una mujer que convirtió la danza en un acto de amor colectivo.
Ana Rosa Ruiz levanta la vista hacia la foto en blanco y negro. Habla de fe, de conversaciones íntimas, de presencias que se sienten. “Yo he hablado mucho con ella. La he sentido”. Y quizá por eso, cuando cae la tarde y las aulas vuelven a llenarse de música y pasos, Adagio no parece una escuela cualquiera, sino una casa en la que el tiempo baila despacio, adagio, al ritmo de una historia que sigue viva.
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