Historias de Algeciras

El Sexenio Revolucionario (1868-1874): la Algeciras revolucionaria

La calle Prim de Algeciras.

La calle Prim de Algeciras.

En estas y otras estaba el vecindario cuando se produjo el alzamiento que tuvo uno de sus más importantes momentos frente a sus algecireñas narices en aguas de la bahía; aquel golpe tras ser bendecido por la Marina y el Ejército ante las murallas gaditanas regresó, en forma de revolución, hasta nuestra ciudad para ser aclamado en la Plaza Alta.

A finales del septembrino mes se hizo público para el general conocimiento de los algecireños: “Esta junta tiene la satisfacción de poner en conocimiento del vecindario la siguiente noticia recibida por el vapor Vulcano. El Capitán de fragata D. Adolfo Guerra pone en conocimiento del Brigadier Topete que Algeciras, con el General Ossorio y su guarnición, se ha unido el 22 del presente al glorioso Alzamiento Nacional. Este General manifestó que sabía el pronunciamiento de Málaga, pero sin pormenores. Cádiz 23 de Setiembre de 1868. - El Presidente, Juan Bautista Topete.- El Vocal Secretario, Francisco Lizaur. CÁDIZ. 1868.- IMPRENTA DEL BOLETÍN OFICIAL”.

El simple observador local pronto se daría cuenta de que no estaba frente a “otro” pronunciamiento más. En Algeciras las fuerzas progresistas fundamentaron la acción revolucionaria en los siguientes principios: “Queremos una legalidad común creada tenga implícito y constante el respeto de todos. Queremos que el encargado de observar la Constitución no sea su enemigo irreconciliable. Queremos vivir la vida de la honra y la libertad. Y queremos un gobierno provisional que represente a todas las fuerzas del país, asegure el orden, en tanto que el sufragio universal echa los cimientos de nuestra regeneración social y política”.

Desgraciadamente, y contrario a lo expresado en los revolucionarios principios el orden público, no pudo asegurarse. A pesar de los esfuerzos que previamente el Gobernador Militar, en un intento por controlar la situación, realizó retirando de las manos del isabelino Gaspar Segura la vara de Alcalde para traspasarla, a continuación, a las del revolucionario Manuel Juliá Jiménez. Para justificar tan poco progresista proceder declamó “vara en mano”: “Profanando estos principios, hubiera deseado que el nombramiento fuese de origen popular, para de este modo tener la legítima y verdadera representación de todos los ciudadanos, pero que las circunstancias extraordinarias que se atraviesan no ha permitido conocer la voluntad del pueblo por medio de su espontáneo y libre sufragio, origen sagrado que acatarán, tan luego como sea posible llevarlo á efecto, asegurando que nada se omitirá por consolidar la libertad de este desgraciado pueblo”. El presunto honesto en sus palabras Juliá Jiménez pertenecía a la pequeña burguesía local, conformada por un reducido número de propietarios y pequeños empresarios. Tenía su domicilio en la Plaza Alta y poseía una curtiduría desde hacía varias décadas en la popular calle del Río.

Y así, con la promesa de democracia futura, comenzó en nuestra ciudad su particular visión algecireña de la revolución nacional. El primer paso dado por los nuevos dirigentes progresistas fue la creación de una Junta Revolucionaria presidida por Antonio de la Calle. De la Calle era, al parecer, un viejo revolucionario local encuadrado en el Partido Demócrata, varios años atrás, concretamente en el 43, aprovechando el accidental mando de la Comandancia Militar por parte del brigadier Antonio Ordóñez al grito de “¡¡Libertad y Patria!!” se levantó hombro con hombro con el mencionado brigadier contra el general y regente Espartero; uniéndose De la Calle a tan localista rebelión desde su posición de líder de la Milicia Nacional.

De regreso a la asonada del 68, desgraciadamente, y como es habitual cuando el orden se vulnera, la violencia -ayudada de la venganza y el pillaje- toman la calle. El tachado de borbónico y moderado ex alcalde Segura estaba señalado por quienes ejerciendo el contrabando fueron víctimas de su “excesivo” recto proceder. Huido de su domicilio y junto a su familia, buscó refugio en la sede del Gobierno Militar. Inesperadamente abandonó tan seguro lugar impulsado por el deseo de embarcar hacia Gibraltar en uno de los vapores que cubría la línea que él como alcalde había promocionado. Y como directamente proporcional a la urgencia con la que abandonó el amparo castrense era pacientemente esperado por los que se consideraban sus víctimas, fue abordado y ejecutado en presencia de su familia. La cárcel municipal de Algeciras había abierto previamente sus puertas y por ellas salieron tanto probados culpables como presuntos inocentes. Una ordenada y estratégica violencia sacudió a la ciudad. Al mismo tiempo las fuerzas del orden intentaban controlar la incontrolable locura callejera. Cuerdas mentes aprovecharon el público desorden para destruir expedientes judiciales, actas municipales o escribanos documentos.

Y entonces, cuando la población se encontraba bajo el ordenado caos, recibió la aparente e incompresible visita de quién debía estar liderando el encaje del nuevo orden en supuestas zonas más importantes e influenciables de la península para asegurar el éxito de la revolución. Nada más y nada menos que el mismísimo general Juan Prim desembarcó en Algeciras. Dos días antes -y según relatan los documentos observados- había partido desde Cádiz a bordo de la fragata Zaragoza, siendo esta acompañada por el también navío Villa de Madrid. Cualquier algecireño bien pudo preguntarse “¿Qué hacía el afamado militar y primer promotor de aquella revuelta nacional en nuestra ciudad? ¿Qué hilo había quedado suelto para alejarse del centro de poder y venir hasta Algeciras?”. Parece que la historia se repitiera como cuando décadas atrás aconteciera el levantamiento de Riego; Prim, como aquel, tomó la dirección hacia nuestra ciudad a poco de su pronunciamiento. Sea como fuere, la documentación observada sitúa al triunfal reusense en Algeciras, donde al parecer giró visita que no pasó de varias horas.

Juan Prim y Prats, conde de Reus, marqués de los Castillejos y vizconde del Bruch, era un personaje muy conocido en la población. Recordemos que soldados algecireños lucharon años atrás y bajo sus órdenes durante el conflicto de Marruecos del 59, especialmente contra la kábila llamada Anyera. No en vano, la alcaldía presidida precisamente por el accidental y progresista Juliá fue quién recibió a los victoriosos voluntarios locales en el pasado. Buen momento sin duda sería aquel estando presente el aclamado general para pergeñar la idea de perpetuar su nombre en el callejero local.

El primer sacrificado odónimo (nombre propio de una calle) sería la de Torrecilla, denominación que hacía referencia a la vía que ponía en comunicación a los electorales distritos (conformados durante el Trienio Liberal) y también usados en la división urbana de forma sanitaria de la Caridad y Convento, atravesando el también distrito del Pósito. En segundo término, aprovechando que el río de la Miel también pasaba por Pajarete: “¿Por qué no idear la imposición del nombre de Anchera (Anyera) al pequeño callejón sin salida existente en el centro de la calle San Juan, no lejos ¡qué casualidad! de la futura calle General Prim?”.

Algeciras, 22 de septiembre 1868. Algeciras, 22 de septiembre 1868.

Algeciras, 22 de septiembre 1868.

El líder de la Septembrina, una vez terminada su estancia en Algeciras, marchó posteriormente hacia Ceuta quedando esta revolucionaria travesía por el Estrecho recogida en el diario de navegación del vicealmirante Estrada, quién prestaba sus servicios en la fragata Zaragoza. El motivo de aquel marítimo y sorpresivo viaje estaba, según la consultada documentación, en la necesidad de visitar “los más estratégicos fondeaderos del Mediterráneo con el fin de ir incorporando a la revolución las regiones que tenían su capitalidad en los principales puertos que se proponía visitar”. Y Algeciras, según Prim, estaba entre ellas. Por último, y en clara referencia a nuestra ciudad, reseñar que la adhesión a la revolución de las tropas destinadas en Cádiz vino tras la interpretación por parte de la banda de música del Regimiento de Cantabria del himno de Riego, letra y música que según su autor, Evaristo de San Miguel, se había compuesto en Algeciras.

A pesar de que tan honrosa visita fuera acompañada de patrióticos gestos y -tal vez- oportunistas y futuribles intenciones de cambios en el callejero, no todos los algecireños estaban entregados a la alegría de los vencedores. Otros convecinos de nuestra ciudad estaban sumidos en sentimientos más íntimos y personales, tal como así acontecía en el domicilio de la familia del finado Francisco Saucedo Pérez, a quién, sito en calle de San Antonio, donde y respetando su voluntad “se le daría sepultura en el cementerio católico de la ciudad con el oficio y entierro de una de las Hermandades del Santo Rosario de Nuestra Señora del Carmen a la que perteneció”. Saucedo Pérez estaba casado en primeras nupcias con María Francisca Vega, volviendo a contraer matrimonio tras quedar viudo “y en segundas nupcias con María Muñoz Coria”.

De igual modo, bien pudo estar la también vecina algecireña Rosa Odena, en “estado de viudedad”, cuando, en cumplimiento de la ley tuvo que afrontar “el pronto pago de la deuda del recibo que se dio por pasado, correspondiente a la cantidad de 950 escudos, siendo su acreedor el gran propietario local Francisco España Pardo”.

Y para pocas zarandajas revolucionarias podría estar el también algecireño Miguel Díaz Quintanilla, labrador de profesión, cuando se vio en la necesidad “para salvar su negocio de pedir en préstamo al también vecino de nuestra ciudad, José Scotto Torres la cantidad de 600 escudos” poniendo en garantía para ello “cien cabras de su propiedad, seis reses vacunas y una yegua”.

De vuelta a la convulsa situación de la nación, la maquinaria administrativa seguía su curso a pesar de todo, recogiéndose en la Gaceta: “Ministerio de la Guerra. En la Plantilla del personal de que ha de componerse el cuerpo de secciones, aprobado por Real Orden de esta fecha [...] destinado a la ciudad de Algeciras: UN oficial de tercera”.

También en otro orden de asuntos, y para dar imagen de tranquilidad en aquellas jornadas de violencia, se refuerzan los viceconsulados establecidos en nuestra ciudad siendo estos: “Estados Unidos de América, Horacio S. Sprague; Francia, Jean Hermann d’Arlach; Gran Bretaña, Jorge Enrique Glynn; Grecia, Lázaro Tessi; Italia, Andrés Argentti; Países Bajos, José Consellero; Portugal, Francisco Javier Machado; Rusia, Antonio Duarte (dueño de la alfarería Duarte); Suecia y Noruega, Eugenio Oncala”. También se renuevan los cargos judiciales: “Juez de primera instancia y Auditor de Guerra honorario, Mariano de Valdenebro; Promotor fiscal, Francisco de Santa Olalla y Millet; Juez de Hacienda, Melchor Trupita y Ballesta y Promotor de Hacienda, Juan Morillo Morillo”. En el orden militar también se producen nuevos destinos: “Comandancia de Algeciras, Comisario de Guerra de primera clase, Carlos Font y Benítez, y Comisario de Guerra de segunda clase, Rafael de Calvo de la Reguera. Comandancia de Marina, capitán de fragata, Rafael Butrón; y Comandante Francisco Banetti”. Y por último, en el campo de la sanidad, “se destina al hospital militar de nuestra ciudad al médico mayor Antonio Satorrás y Bosch”.

Y como no solo de revoluciones vive el hombre, la burguesía algecireña de entonces, buscando rincones de tranquilidad, se entregaba a ciertos placeres como los que encontraba en la popular tienda de Utor, lugar donde podía adquirir el “aceite de bellota para los cabellos ideal para el cutis de toda la superficie humana. Indispensable para todos los que se bañen”. Fundamentando su venta “en los escritos higiénicos de Homero, del divino Platón, del Rey Licurgo, de Moisés, de Brahma, y otros grandes hombres, en cuyas épocas los baños eran preceptos religiosos, se aconseja mojarse la cabeza de vez en cuando durante el baño para evitar la insolación, cefalalgia y otras enfermedades que podrían sobrevenir por exceso de calor acumulado en el cráneo”. La revolución y el cuidado de la salud no tenían que estar reñidos.

Continuará

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