Días de guerra: 9 de julio de 1909 (I)
Historias de Algeciras
Apenas once años después del desastre de Ultramar, el conflicto en Melilla provocó de nuevo el alistamiento obligatorio en el Campo de Gibraltar
Algeciras/Tras aquel infausto 25 de abril del 98, Algeciras, sin disfrutar del tiempo necesario que la memoria necesita para que la cura del olvido haga su efecto, volvería a vivir otra jornada de miedo y zozobra ante la participación de sus jóvenes hijos en otro conflicto bélico.
Tan sólo habían transcurrido once años de la catástrofe de Ultramar y muchas mujeres algecireñas circulaban por nuestras calles vistiendo el negro luto exteriorizando su incurable dolor y, sin proponérselo a modo de mudo grito, protestar también contra la guerra y el triste destino de sus desaparecidos hijos.
Pero la vida proseguía y en aquel caluroso día de verano de 1909 aconteció que Rodríguez Gamba, o don Ricardo, como era popularmente conocido, bajaba sudoroso la calle Torrecilla (Prim) portando una muy respetable cantidad de dinero que previamente había sacado de la sede algecireña del Banco de España, sita en el número 10 de la calle Sagasta (San Antonio). Concretamente la suma ascendía a 10.412 pesetas y 50 céntimos. Su destino se encontraba en la calle Soria (Castelar), donde le aguardaba la conocida propietaria doña Josefa Marín Gómez. El motivo de tal diligencia realizada por el esposo de doña Concha Oncala y futuro alcalde de nuestra ciudad -también había desempeñado el importante cargo de depositario del Pósito Público- hay que deducirla del desempeño de su ejercicio como tesorero de la Sociedad Casino de Algeciras y del préstamo que la ya finada por entonces doña Antonia Gómez Gallero había realizado a tan prestigiosa entidad tiempo atrás, siendo la receptora de su devolución en aquel presente su legalmente reconocida heredera señora Marín Gómez.
Una vez cumplida su misión, quizá el pensamiento del fiel cumplidor de la tesorería del algecireño casino bien se pudo marchar al “fresco recuerdo” de la cara del empleado de la prestigiosa entidad bancaria cuando billete a billete le entregaba tan importante suma. Acostumbrados a rutinarias transacciones menores, aquellos diligentes empleados de quevedos, manguillas, viseras e inmaculadas camisas blancas -como el cajero Aurelio García Fidalgo, natural de León, o el también cajero pero con carácter interino Antonio Jiménez Sierra, entre otros trabajadores dirigidos todos como si de una gran orquesta se tratara cuidando diariamente de no dar la nota en sus libros de cuentas por quién fuera uno de los primeros responsables máximos del antiguo Banco de San Carlos en nuestra ciudad, Juan Francisco Cuadrón del Olmo-, bien pudieron hacer un comentario tratando de calcular mentalmente número de años de servicios al banco como para poseer en sus particulares y modestas cartillas la suma que Rodríguez Gamba había sacado.
El fiel tesorero del Casino de Algeciras que había materializado el obligado pasivo apuntado en el “Debe” (siguiendo la tradición banquera medieval del debet dare) de tan aristocrática sociedad, posiblemente y en su rápido deambular entre los distritos del Pósito y Caridad bien pudo encontrarse dada la coincidencia de intereses dados en la misma calle igual día con el popular empresario José Cordón Puche propietario del no menos conocido establecimiento denominado La Alegría, sito en la esquina de la calle Sacramento con Soria, quién presumía de ofrecer “bebidas y cafés a precios muy económicos y de gran calidad”.
Tras una noche de ventanas abiertas por el calor y pocas horas de sueño, los algecireños recibieron en principio aquel 9 de julio con rutinario ánimo esperando las altas temperaturas del mediodía. Al atardecer de aquella jornada, solo las autoridades tenían conocimiento gracias a las modernas comunicaciones con Ceuta de los hechos acontecidos horas antes en la zona de Melilla cuando: “Un grupo de kabileños asesinaron a seis obreros de las obras del ferrocarril que debía evacuar la producción de las minas rifeñas por el puerto de la ciudad de Melilla”. Según pudieron informarse por las notas de prensa oficial y comentarios de los militares llegados de aquella zona. Hasta ahí todo transcurría dentro de una cierta “normalidad”.
A lo largo del día, ya fuera fruto de las propias filtraciones de “quién debe pero no puede estar callado” ya fuera por la llegada de los diferentes barcos, teniendo como consignatario a la razón social de Ramos Hidalgo (tras su muerte asumió la consigna su viuda), como, entre otros, los vapores correo Apóstol y Williams portadores de pasaje que iban comentando a su llegada lo que en la ciudad caballa era de general conocimiento. Siendo entre todas estas naves, quizá la más popular en aquella época, la llamada María -vapor propiedad de la industriosa familia Haynes- coincidente con su entrada en servicio con el también vapor denominado Teodoro Llorente, capitaneado por Francisco Armengual.
Sea como fuere, a cada puesta de pasarela en el muelle nuevos detalles de los graves acontecimientos que se estaban produciendo cercanos a Melilla enriquecían, a veces exageradamente, los oídos algecireños. Siendo en este caso los populares mozos de número los improvisados heraldos de la mala nueva. Por cierto, aquellos mozos gozaban desde dos meses atrás, es decir desde el 1 de mayo de aquel 1909, y aprobado por el Jefe de Policía, de la siguiente tarifa: “Portar uno o más bultos, junto o separado no más de 25 Kg. 0’50 pesetas. De 25 á 50 Kg. 1 peseta. De 50 á 70 1’50 pesetas; y de 70 á 100 Kg. 2 pesetas”.
Cuán diferente fue para la población algecireña el devenir del segundo semestre de aquel 1909 con respecto al primero. Aún resonaban por calles, plazas y los tradicionales patios locales la alegría por los fastos organizados con motivo de la visita real de Alfonso XIII a comienzos del año. Desde el patio de Gamboa, sito en la Villa Vieja, hasta el del Silencio, ubicado en calle Nueva o del Matadero, pasando por los céntricos de Vega y Tenería, numerados en las calles Sagasta el primero y Munición el segundo, respectivamente, aquellas idas y venidas del monarca y todo el cortejo que arrastraba tan alto personaje hacían las delicias de grandes y pequeños. Aquellos días de festividad solo eran comparables a los vividos tres años atrás con motivo de la celebración de la Conferencia Internacional (1906). Difícilmente el asalariado algecireño de aquella época, más preocupado en el sustento diario que en “cosas de política”, podría imaginar, parafraseando la expresión contenida en la célebre obra de Baltasar Gracían titulada El Criticón que aquellos polvos diplomáticos -surgidos durante el internacional encuentro que se desarrolló ante sus narices en la Casa Consistorial- podrían traer estos lodos generados en el violento Rif. Pero así fue.
Al amparo del artículo 30 del Acta de Algeciras, el 6 de febrero de 1908 el Consejo de Ministros aprobó la ocupación del enclave denominado Restinga” por el general Marina para impedir el desembarco de un importante alijo de armas. Maura en el Congreso justificó aquella ocupación "Por el incumplimiento del Sultán de ocupar y controlar la Restinga con la Mehalla imperial". Los acuerdos surgidos durante la Conferencia de Algeciras serán señalados en su aplicación como los generadores de una importante inflexión en aquella siempre convulsa zona.
En carta dirigida por Maura a su Ministro de Estado expresa: "Los sucesos ocasionales de la Conferencia de Algeciras, el Acta misma que fue su resultado y atropellado curso de los acontecimientos posteriores, dan testimonio inequívoco de la imposibilidad de acordonamiento marroquí".
Fernando Primo de Rivera, ex capitán general de Filipinas y ministro de la Guerra -y tío del que años antes fuera vecino de nuestra ciudad y protagonista de la historia de España durante la futura década de los años veinte- también se dirigió al Presidente de Gobierno en carta fechada en 25 de agosto de 1907 señalando: "Todos se han unido contra la europeización y los acuerdos del protocolo de Algeciras, por odio a la civilización cristiana y a todo lo que significan reformas, novedades o variaciones de la rutina en que han nacido, vivido y quieren morir". Subjetiva visión del choque entre culturas por quién tenía tan alta responsabilidad en el Estado.
En 1907, los empresarios españoles Del Valle y Mcpherson, al amparo del artículo 112 del Acta de Algeciras, en referencia a la administración y explotación de las reservas mineras, recibieron del Roghi (pretendiente al sultanato) la cesión para la explotación de las minas de hierro de Beni Bu Ifrur constituyendo ambos el Sindicato Español de Minas del Rif, incorporándose los grupos financieros Figueroa y Güel. Efectuándose toda aquella actividad industrial en la zona designada a España, bajo la tutela y salvaguarda del general Marina, a la sazón Gobernador Militar de Melilla. Y todo esto acontecía al mismo tiempo que se entra en una escala de violencia con las vecinas kábilas y España acusa a Francia de entenderse con las autoridades rifeñas. Y entonces ocurrió: Antonio Maura tomó la decisión aquel mismo día 9 de un caluroso mes de julio, de aprobar el R. D. de Movilización de Reservistas. Fundamentando tal decisión "en virtud de una cláusula de lo convenido en la Conferencia de Algeciras, el sultán se halla obligado á colocar fuerzas bastantes para mantener el orden y facilitar la entrada y la salida de nuestras plazas sin el menor peligro. De no hacerlo así, España quedaba facultada para disponer las medidas de orden y defensa que exigen sus intereses". El decreto, una vez firmado por el Rey aparecería publicado en la Gaceta (BOE) dos días más tarde.
Si bien en un primer momento fueron movilizados los reservistas madrileños, posteriormente serían los vecinos de Barcelona los reclamados quedando sobre la mesa y en última instancia el llamamiento de las tropas destacadas en el Campo de Gibraltar. Estas en su mayoría constituidas por mozos nacidos en la zona. Al tener conocimiento la población algecireña de que sus hijos nuevamente podrían ser alistados con el agravante de ser llamados los reservistas, es decir, los que se encontraban con familia a su cargo y que habían sobrevivido a la traumática experiencia de Ultramar y a los intermitentes ataques rifeños en el norte de África años atrás, reaparecieron en los hogares algecireños las pesadillas de la guerra.
Dado que, según popular creencia “las desgracias no vienen solas”, coincidente con aquella atmósfera de pesadumbre la población se sintió alarmada y amenazada cuando en la más importante actividad industrial algecireña aconteció el 11 de aquel mes de julio: “A las 3,35 h. de la madrugada en la fábrica de corchos de D. Andrés Soto se ha producido un gran incendio que en los primeros momentos llenó de pánico al vecindario. Se cree que el incendio ha sido casual. No han ocurrido desgracias, según se hace público”.
La puntualización de “casual” no es baladí. Teniendo presente el desorden social que generó en el país el llamado Decreto de Maura, extrañamente tan solo 24 horas más tarde del incendio producido en la fábrica de Soto un nuevo siniestro de análogas características se vuelve a producir en nuestra ciudad: “Día 12 de julio a las dos de la madrugada, ha estallado un incendio en la fábrica de corchos de D. Andrés Escoto, situada en el Paseo del Calvario, frente a la Plaza de Toros. Un viento fuerte pone en peligro las casas inmediatas que dan a la calle de Buen Aire, cuyos vecinos se apresuran a desalojar sus viviendas, trasladando sus ajuares a la Plaza de Toros. Desde los primeros momentos acudieron las autoridades civiles y militares. Los soldados francos de servicio y numerosos paisanos trabajan para extinguir el fuego cuya causa hasta ahora se desconoce [...] A las cuatro de la madrugada se retiraron las autoridades después de logrado tras grandísimos esfuerzos localizar el incendio, aislándose las casas que estaban en peligro”.
Aquella fatídica noche, vecinos de aquella calle del distrito de San Isidro, entre otros, el negociante Juan Heredia que tenía su hogar en el número 42; el también vecino José Cors Barba, propietario de la casa que hacía esquina con el callejón de Jesús; o el propietario de la casa número 52, el taponero Teodoro Pascual Santos, se vieron obligados a abandonar sus hogares ante el peligro de las llamas. Sobre las mentes de las autoridades, lógicamente, sobrevolaría la duda. ¿Habría llegado hasta Algeciras la violencia social vivida en otras localidades y generada por el impopular decreto de movilización de Maura?
(Continuará)
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