La tribuna

Adela Muñoz Páez

Una mujer como las demás

AMINA va a una consulta de cirugía plástica de la sanidad pública española a preguntar si pueden ayudarla, porque se ha enterado de que allí han solucionado problemas parecidos al suyo. Su problema no está en la insuficiente talla de su sujetador, en la grasa de sobra o en la nariz aguileña, sino en su clítoris, más exactamente en la falta de él.

Amina nació en Nigeria y cuando era una niña sufrió una mutilación genital del tipo más leve. Eso quiere decir que sólo le amputaron el clítoris, pero no le cortaron los labios menores, ni le cosieron los mayores dejando sólo un pequeño orificio para que saliera la orina y la sangre menstrual, como sucede en las mutilaciones de grado superior. Por otro lado, los instrumentos que emplearon debían cortar bien, porque no tiene cicatrices particularmente feas, ni tampoco debió tener infecciones tras la intervención, por lo que su aparato reproductor no está dañado. Por eso los médicos que la atienden, aparte de constatar la salvajada sin sentido que le hicieron cuando era niña, no pueden hacer mucho por ella.

Sólo pueden explicarle que lo que le habían dicho sus amigas no era falso, pero que sus casos eran muy diferentes. Lo que los médicos occidentales están empezando a descubrir y a intentar arreglar son los destrozos de carnicerías mucho peores que la que sufrió Amina. Comparada con las chicas que las sufren, Amina puede considerarse muy afortunada. Las mujeres sometidas a mutilaciones más severas quedan prácticamente cerradas, por lo que padecen un verdadero calvario cada vez que tienen que orinar y sufren todo tipo de enfermedades y disfunciones en el sistema reproductor por falta de una vía de salida de la menstruación. A estas chicas los cirujanos pueden operarlas para que, aunque de una forma muy precaria, recuperen esas funciones fisiológicas y también pueden arreglarles las cicatrices. Los ginecólogos pueden curarles las infecciones que puedan arrastrar, y suavizar las complicaciones asociadas a un parto. Pero es mucho más complicado restituirles las partes amputadas y devolverles la sensibilidad perdida.

¿Y qué podemos hacer nosotros, las mujeres y los hombres ajenos a los países donde se practican estos rituales? ¿Podemos seguir ignorando que entre cien y ciento cuarenta millones de mujeres en el mundo viven con las secuelas de haber sido salvajemente mutiladas? ¿Podemos llegar a pensar que como están acostumbradas les duele menos? Esa multitud de mujeres han sobrevivido a la intervención, pero lo peor es que hoy, a comienzos del siglo XXI, cada año entre dos y tres millones de niñas siguen sufriendo esa tortura en aras de la tradición, a veces cuando sólo tienen tres o cuatro años, y en muchos casos pierden la vida en el trance. No podemos disculparnos pensando que eso sucede en otro país y en otro continente, porque muchas de esas niñas, aunque sean de origen africano, sufren la mutilación genital mientras viven entre nosotros.

Según algunas estimaciones, son más de quinientas mil las niñas que han sufrido mutilaciones genitales viviendo en países civilizados como los europeos, Canadá, Estados Unidos o Australia. En todos ellos esas acciones son consideradas un delito grave, por lo que estas amputaciones se hacen de forma clandestina y es muy difícil tener estadísticas precisas. Pero, por otro lado, no en todos ellos se persigue con la misma dureza lo que muchos todavía consideran asuntos domésticos o parte de la cultura de otros pueblos.

Son muchos los millones de niñas que aún pueden ser salvadas de esa tortura. Aunque ponerle fin no es fácil, pues la idea de que la mujer tiene que ser purificada está muy enraizada en la tradición y en la cerrazón favorecida por la ignorancia, las propias mujeres que en su día la sufrieron, están comenzando a desarrollar programas en varios países africanos que empiezan a dar frutos. Su éxito depende de la inteligencia con que se planteen y el tesón con el que se llevan a cabo. Pero, como casi todo, también requiere financiación, a la cual podemos ayudar desde aquí.

Para las mujeres como Amina ya es tarde, no pueden ser salvadas. Pero también ellas tienen derecho a recuperar la esperanza, a descubrir que hay una forma de ser mujer sin sufrir cada día. Amina dio un gran paso cuando se decidió a buscar ayuda, y debemos enorgullecernos de que nuestra sanidad pública no sólo da un servicio universal y gratuito a los ciudadanos nacidos en España, sino que además ayuda a recuperar la esperanza a Amina y a otras como ella, les hace soñar que tienen derecho a ser mujeres como el resto de las españolas que tienen el privilegio de vivir y crecer con todo su cuerpo, sin que una parte fundamental de él les fuera arrebatado cuando eran niñas.

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