La esfera armilar

Alberto P. de Vargas

Higinio

ALMA es una ciudad de treinta mil habitantes del estado de Québec, un territorio canadiense de expresión francesa, escasamente poblado, tres veces más extenso que España, en donde el agua, repartida en lagos y ríos, ocupa más del 11% de la geografía y la nieve cae colocándose en el paisaje para añadirle belleza. Higinio gustaba de estar solo. Me hablaba con frecuencia de sus paseos por la ciudad, plana y extensa, y de la paz que le acompañaba en el camino. Fuimos compañeros de bachillerato en el Instituto de Algeciras y coincidimos como estudiantes en Madrid, él en la Facultad de Filosofía y yo en la de Ciencias, ambas de la hoy Universidad Complutense, situadas la una frente a la otra en la espléndida Ciudad Universitaria. Nos veíamos en ocasiones.

Todas las personas tienen algo admirable y un bagaje de particularidades que las individualizan y distinguen del resto, pero aquel muchacho que llegó de Antequera, que aprendió piano con Cristóbal Delgado Gómez mucho antes de que éste se convirtiera en cronista oficial de Algeciras, y que hablaba con un acento andaluz denso y peculiar que jamás perdería, no era uno entre todos, destacaba por su actitud reflexiva y porque daba la impresión de disponer de una madurez más consolidada que la de los demás del grupo. Sus conocimientos de latín y de griego, de literatura y de filosofía lo situaban más allá de lo que podía pedírsele a cualquiera de nosotros.

Higinio ha muerto el pasado día ocho, en Alma. Allá donde había encontrado el albergue ideal para sus modos y para sus fantasías. Cuando acabamos la carrera, él marchó a Canadá como lector de español y yo a Suiza. Nuestras vidas se mantuvieron alejadas. Muy a mi pesar, porque disfrutaba conversando con él y escuchándole. Yo estuve a punto de seguir fuera de España por muchos años, mi situación cada vez más estable en la Universidad de Ginebra parecía anunciar una larga permanencia. No fue así en mi caso pero sí en el de Higinio García Gómez-Quintero que acabó recalando como profesor en el Collège de la ciudad de Alma en donde se jubilaría hace unos años.

Una mañana de la última feria de Algeciras me dijo que ya no regresaría para quedarse. Lo tuve en mi corazón y en mi memoria cuando el pasado viernes presentaba el magnífico libro que sobre nuestro Instituto ha escrito José Juan Yborra, pero no dije nada porque ya tenía bastante con las emociones que me producían el ambiente y el espacio físico. Vi a su hermano Ramón entre los asistentes al acto. Fue un compañero excepcionalmente brillante y ha sido un gran privilegio tenerle como amigo y compartir con él aula y lugares entrañables. Su recuerdo me trae paz y el sentimiento de una admiración profunda.

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