Morante se fue: el interrogante que deja el último dios del toreo
Tras cortarse la coleta en Las Ventas el 12 de octubre, Morante de la Puebla no sólo abandona los ruedos: deja un vacío estético, una preocupación por su salud y la gran pregunta —¿qué será del toreo sin su genio?— que nadie sabe todavía contestar
Morante: la espiga y la muleta
Despedirse no siempre es una ceremonia ordenada. A veces es un gesto impremeditado, tan íntimo como público, que se enquista en la memoria colectiva. Morante eligió de pronto el gesto último —las dos manos a la nuca, el añadido postizo que cae, la coleta que se desprende— y lo convirtió en una sentencia. No fue un adiós con guion; fue un "no" que sonó como una renuncia a la inmortalidad que otros le habrían ofrecido sobre un remozado altar de fama. Y ese "no", dicho en virtud del torero y no del espectáculo, lo dignifica.
La tarde del 12 de octubre en Las Ventas será recordada por la paradoja que encierra: la Puerta Grande más ancha que nunca y, al mismo tiempo, la más triste. Porque una plaza abarrotada que arranca a ovacionar y, acto seguido, a procesionar a su ídolo a hombros hasta la salida, no celebra sólo un triunfo; asiste al entierro de una era. El público rompió en pasión no tanto por la gloria presente como por la conciencia de que asistía a una clausura. La escena —Morante volteado, tendido, lentamente recomponiéndose; la faena posterior que culmina con las orejas; la multitud que invade el ruedo— tiene la gravedad de una tragedia antigua.
La Puerta Grande más ancha que nunca y, al mismo tiempo, la más triste: el público no celebraba un triunfo, asistía al entierro de una era
Lo que dejó la tarde no se reduce a la anécdota espectacular. Está la escena posterior, en el hotel: un hombre agotado —templado, envuelto en su batín de seda— que piensa en sus hijos, en su salud mental, y que anuncia, casi con la rotundidad de quien ha tenido que aceptar lo inevitable, la necesidad de "reajustar el tratamiento" con el doctor Sampaio. No es un dato menor: detrás del mito hay un cuerpo y una mente que han sostenido, durante años, un esfuerzo que rozó lo sobrehumano. Ese cuerpo y esa mente han sido la condición de posibilidad de la belleza que vimos en el albero; su cuidado, hoy, aparece al primer término.
Hay en todo esto varias lecturas posibles. La primera es la que alienta el sentimiento colectivo: la orfandad. Si durante décadas Morante fue la confirmación de que el toreo podía ser otra cosa —menos ordinariez; una economía del gesto frente al ruido—, su ausencia deja a aficionados y plazas sin un faro. ¿Qué será de los carteles sin su nombre? ¿Cómo se reorganizarán las ferias cuando el referente último ya no esté anunciado? Las respuestas no serán inmediatas y eso añade desasosiego.
El “no” de Morante —no a otra temporada, no a la continuidad que la industria le habría exigido— fue un acto de autoafirmación: la última faena de su libertad
Pero hay otra lectura, más filosófica, que conviene no desdeñar: el valor del "no". Homero nos ofrece una pista en el gesto de Ulises: renunciar a la inmortalidad fue, en su caso, la decisión que definió su humanidad y su libertad. No es frívolo traer ese mito a la arena. El "no" de Morante —no a otra temporada, no a la continuidad que la industria le habría exigido— puede leerse como un acto semejante de autoafirmación. Es la confesión de que hay cosas que no se negocian: la integridad propia, la salud, el derecho a elegir el rumbo personal aun cuando el aplauso colectivo empuje a lo contrario.
Si el "no" posee nobleza, existe también una tentación de romantizarlo hasta convertirlo en icono. Aquí es donde aparece la isla de Youkali: ese paraíso de deseos hechos realidad, código cultural de muchas utopías individuales. ¿Cuál es el Youkali de Morante? ¿Encontrará, lejos de los ruedos, una isla donde la memoria no le sea esquiva, donde el tiempo sea compañía y no cuenta atrás? Ojalá que sí. Ojalá que la retirada le permita recomponer un mundo más amable y sin la exigencia de devorar su cuerpo por la belleza. Pero Youkali suele ser un espejismo; la vida real obliga a ajustar expectativas con la misma mesura con que él ajustó los muletazos.
¿Cuál es el Youkali de Morante? ¿Encontrará lejos de los ruedos una isla donde la memoria no le sea esquiva y el tiempo sea compañía y no cuenta atrás?
La retirada de un coloso siempre remite a las antiguas cartillas del toreo: el telegrama de Guerrita a Rafael el Gallo tras la muerte de Joselito —"Se acabaron los toros"— es un epitafio que suena aquí como un eco. Morante ha sido, sin duda, el torero más influyente de la última generación; su huella se compara con la de los grandes del siglo XX. La prensa y la afición ya trazan comparaciones históricas y hacen genealogías de su toreo: el barroquismo de Belmonte, la emoción de Gallito, la gracia innata de Paco Camino, la pulcritud de Antoñete bordada en el malva y oro de su traje. Todo eso queda como herencia. Pero herencia no es sustitución: será tarea de las plazas, de los noveles y de los viejos, recoger lo esencial y no mimetizar lo anecdótico.
Conviene añadir una nota práctica, aunque amarga: la fiesta taurina atraviesa un entorno hostil por razones diversas —económicas, culturales y políticas— y la desaparición de una figura como Morante puede acelerar procesos de mutación. Sin su convocatoria, algunos carteles perderán brillo; otros aprovecharán la oportunidad para buscar nuevos lenguajes. Puede ser que nazca una tauromaquia más plural, o que el vacío lleve a la banalización de la belleza que él cultivó. No hay garantía alguna.
Se ha ido un mito viviente, pero queda su “no”: la lección más torera de todas, la de saber irse a tiempo
Quien esperase el regreso inmediato de Morante a los ruedos tras la Puerta Grande de aquella noche probablemente se equivoca. Las señales emitidas hablan de una voluntad de retiro que no es teatro. En un mundo donde el éxito se alimenta de la repetición, la interrupción voluntaria es escandalosa y liberadora a la vez. Es fácil pedirle al héroe que siga dandolo todo; es más difícil comprender que ese todo puede tener un precio que no merece pagarse.
¿Qué queda entonces para los mortales que amamos el toreo? Queda la memoria. Queda el registro de faenas que ya nadie podrá reproducir con la misma mezcla de riesgo, precisión y palabra silenciosa. Queda, sobre todo, la lección que deja su "no": la posibilidad de elegir la propia medida. Y queda una sensación que mezcla duelo con gratitud. Morante se va en el momento en que su arte era más grande —esa es la crueldad y la grandeza del abandono— y por eso el adiós es más doloroso y, simultáneamente, más limpio.
En La Puebla del Río le esperan los paisajes que le vieron nacer torero y la costumbre de volver a la orilla. Tal vez allí, o quizá en Portugal, lejos del bullicio del ruedo, reconstruya su Youkali particular, un lugar posible donde la memoria y la dignidad no se sacrifiquen en el altar del aplauso. Si eso sucede, la historia habrá sido justa con el hombre y con el artista.
La ausencia de Morante no empequeñece su toreo; lo preserva en una sala de reliquias que sólo el tiempo sabrá abrir con tacto
Se ha ido un mito viviente. Queda su obra, que es la única herencia que de verdad importa. Y, en el hueco que deja, debemos acostumbrarnos a leer el toreo sin su firma, o —mejor aún— a buscar en otros rostros la honestidad que él nos enseñó. Porque la ausencia de Morante no empequeñece su toreo; lo preserva en una sala de reliquias que sólo el tiempo sabrá abrir con tacto. Y así, a contracorriente, el gesto de cortarse la coleta se convierte en la última gran lección: la de quien supo decir "no" cuando nadie se atrevía a hacerlo, y con ello reivindicó la libertad de pertenecer primero a sí mismo.
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