Historia de la Feria de Tarifa

Feria Tarifa 2019

La ubicación del ferial fue trasladándose por distintas calles tarifeñas, desde la plaza de Santa María hasta la Alameda

Originalmente la celebración estaba destinada a ser un mercado de ganado

El Paseo de la Alameda en 1868
El Paseo de la Alameda en 1868 / E.S.
Andrés Sarria Muñoz

Tarifa, 04 de septiembre 2019 - 05:00

Tras el terrible desastre nacional que supuso la guerra de la Independencia (1808-1814), Tarifa se planteó organizar una feria de ganados con la intención de revitalizar la muy deteriorada economía local que había dejado aquel conflicto. En la solicitud de la preceptiva licencia gubernamental se recordaba el antecedente de la antigua concesión otorgada en 1344 por Alfonso XI para una feria o mercado anual libre de impuestos en la segunda quincena de julio; es decir, se recurría a los famosos “privilegios” de Tarifa. Ahora, en 1819 (por tanto, justo doscientos años atrás), se pretendía hacer coincidir la feria con la festividad de Nuestra Señora de la Luz, que fue declarada patrona de la ciudad en 1750. Desde 1798, la Virgen era trasladaba en romería en la tarde del día 6 de septiembre desde su ermita a la iglesia de San Mateo para ofrendarle un novenario acompañado de diversos actos lúdicos, como ya se había venido haciendo en su santuario y alrededores.

Por diversos motivos, las insistentes gestiones del Ayuntamiento no fructificaron hasta el año 1835, cuando por Real Orden de 18 de febrero se concedía autorización para una feria a celebrar entre el 6 y el 15 de septiembre. El mercado o feria de ganados propiamente dicha tendría lugar en los días 7, 8 y 9, contando también con transacciones de mercaderías variadas de consumo, sobre todo de granos. Esta concesión venía a ser una forma de favorecer a la ciudad, que en 1834 había padecido una espantosa epidemia de cólera que acabó con la vida de más de trescientas personas, desarbolando de paso el siempre frágil tejido social y económico de Tarifa.

Los fuegos artificiales eran el espectáculo más esperado por los tarifeños en la Feria

El mercado de ganados se situaba en la amplia explanada despoblada entonces entre el barrio de Afuera y la plaza de toros, aunque ya en los últimos años del siglo XIX se desplazaría hacia el llano del Humero (popularmente, “el Jumero”), es decir, algo más allá del antiguo matadero municipal. Para que los ganados pudieran pastar, beber y descansar se reservaba la cercana dehesa de Valcerrado (parte de lo que ha pasado a denominarse Albacerrado). A pesar de que el Consistorio ofrecía esta y otras facilidades a los feriantes, incluso creando un premio para los ganaderos que presentasen las mejores reses, la realidad es que la feria agropecuaria llegaría a comienzos del siglo XX sin acabar de consolidarse. Hubo entonces un intento de separar en el tiempo la celebración de la feria comercial y las fiestas patronales, trasladándose el mercado de ganados a la última semana de mayo (solo en 1903), pero esto tampoco dio un buen resultado. De todas formas, el Ayuntamiento se preocupó desde un primer momento por darle difusión en los pueblos comarcanos, siendo los algecireños los forasteros que acudían en mayor número.

El real de la feria

En sus primeros años, el real de la feria no tuvo una ubicación fija, y dado que hasta la década de 1890 la vía principal del pueblo era la calle de la Luz, es normal que aquí se pusiera en un principio la iluminación con farolillos de colores y demás decorado extraordinario, aunque tenía su prolongación extramuros por la calle Real (llamada Batalla del Salado desde 1897). Una crónica periodística de 1850 cuenta que: “El teatro de la feria comenzaba desde la Calzada, calle de la Luz arriba, puerta de Jerez y barrio de Afuera. No puede darse una vista más pintoresca que la que ofrecía aquel cuadro”. Sin embargo, la realidad es que la feria presentaba un aspecto de una gran pobreza, sobre todo en sus inicios, en cuanto a los puestos o casetas, construidas con tablones de madera o con cañas y palos entrelazados con adelfas y juncias. En estas rústicas chozas se ofrecían buñuelos, turrones, almendras y garbanzos tostados y otras golosinas de esta clase; algunas otras casetas servían bebidas como aguardiente y vinos; y casi puede usted parar de contar.

El cartel de la feria de 1896.
El cartel de la feria de 1896. / E.S.

Durante las primeras décadas, la ubicación del ferial fue alternando entre la plaza de Santa María y la calle Real o Batalla del Salado hasta que desde 1868 se instalaría ya de manera definitiva en la Alameda, que había sido reformada espléndidamente siendo alcalde José Mª Morales Gutiérrez. Se construyeron las dos amplias explanadas al norte del Paseo unidas por anchas rampas, dispuesto todo tan a propósito para albergar el recinto ferial. En este nuevo emplazamiento ya se fue exigiendo a los feriantes que guardasen un cierto orden a la hora de montar sus puestos y casetas, que debían colocarse en el lado izquierdo entrando por el postigo de San Julián. Además, algunos establecimientos de bebidas ubicados en la calle de la Santísima Trinidad con espaldas a la Alameda fueron abriendo huecos en la muralla para ampliar el negocio por el Paseo colocando mesas bajo grandes toldos. El postigo de San Julián era la entrada principal al real debido a que el arroyo (cuyas obras de desvío se ejecutaron entre 1887 y 1889) impedía un acceso cómodo por la zona de la puerta del Mar hasta los últimos años del siglo XIX. En el Paseo de la Alameda se estuvo instalando el ferial durante un siglo, hasta que en la década de 1970 se trasladó primero a esa especie de plaza aledaña al cuartel de la Guardia Civil, entre la avenida de las Fuerzas Armadas y la playa de Los Lances, y después a los terrenos situados entre la plaza de toros y el antiguo matadero. Actualmente se ha desplazado algo más allá, por la zona de nueva urbanización de Los Lances y lindando con campo abierto.

El alumbrado extraordinario de feria se componía de multitud de farolillos de papel de colores diversos que se encendían con una mecha mantenida con estearina, una especie de grasa empleada en la fabricación de velas. Es lo que se conocía como iluminación a la veneciana, que dotaba al real de una espectacular vistosidad, sobrepasando los 5.000 farolillos en la edición de 1891. Por desgracia, a veces había que prescindir de este magnífico decorado debido a la presencia de un visitante muy bien conocido aquí, aunque siempre se presentaba sin haber sido invitado: el dichoso viento de levante, que cuando soplaba fuerte no permitía encender esos farolillos; eso además de que también puede refrescar las noches más de lo resulta agradable. La electricidad llegó a Tarifa en 1900, y en 1901 ya lució la feria con este nuevo alumbrado, con lo que se ganaría mucho atractivo y modernidad, aunque con las comprensibles limitaciones propias de los inicios de toda innovación.

Atracciones y espectáculos

Uno de los espectáculos que más expectación generaban eran los fuegos artificiales, siendo habitual que hubiera en las tres jornadas de feria, aunque en algunos años se limitaron a solo la primera, es decir, en la noche del día 7. Casi siempre resultaban muy vistosos, pero también es verdad que en ciertas ocasiones dejaron mucho que desear.

Un café-teatro, construido de madera e instalado en principio con carácter provisional, ofrecía variadas representaciones, pero sobre todo de índole más bien cómica y comedias costumbristas. Ubicado donde ahora se sitúa el teatro Alameda, se le llamaba teatro de verano, si bien podía ofrecer funciones incluso en diciembre. A finales del siglo XIX era conocido como Café-Teatro de Natera, por el empresario que lo gestionaba; más tarde se denominó Salón Medina, y también funcionaría ya como cine. Desde 1908 se instalaría de manera permanente, aunque de momento siguió consistiendo en una construcción de madera. Por otro lado, desde 1875 la ciudad contaría con el Liceo Tarifeño, que se construyó un magnífico edificio como sede social, en cuya planta alta disponía (y dispone, aunque ya no en uso) de un teatro que ofrecía a menudo interesantes representaciones, especialmente en los días de las fiestas patronales.

Desde que en 1868 el real se instalase en el paseo de la Alameda, siempre hubo una caseta o salón de bailes, que era de titularidad municipal, aunque estaba reservado para lo más distinguido de la sociedad tarifeña. Esta exclusividad fue mayor si cabe cuando en los últimos años del siglo se cedió en arrendamiento al Casino Tarifeño, pues a este local solo tenían acceso los socios y sus invitados. El ambiente allí era de cierta formalidad en las veladas nocturnas, que duraban hasta altas horas de la madrugada, con bailes más clásicos, como el vals o el rigodón; mientras que las sesiones de día resultaban bullangueras, con bailes bastante más alegres, como las sevillanas. Además, ni que decir tiene que en esos días se acondicionaban en el pueblo otros locales para bailes populares por parte de distintas asociaciones.

En cuanto a la música, la banda municipal ofrecía conciertos en el paseo de la Alameda y en la calzada de San Mateo los domingos y otros días festivos desde el mes de junio hasta el 15 de septiembre. En los tres días de feria, la charanga amenizaba el mercado por la mañana, además de recorrer las principales calles tocando diana y retreta. Y por supuesto, al son de los compases de la Marcha Real (el himno nacional) era recibida la Virgen de la Luz en el punto acostumbrado de la calle Real, así como al efectuar su entrada en la iglesia de San Mateo. También se solía requerir los servicios de bandas militares para los días de festejos, como era el caso de la banda del Regimiento de Infantería de la Reina, acuartelado en Algeciras, que recibía la correspondiente gratificación por sus servicios.

Solían programarse actividades diferentes como regatas o carreras de velocípedos

Había otros distintos espectáculos quizás de menos importancia para el público en general, entre los que estaban los títeres o los cafés cantantes (de cante flamenco y copla). Desde 1901 se pudo disfrutar de un nuevo y revolucionario entretenimiento: el cinematógrafo, novedad que naturalmente despertaría la curiosidad entre los tarifeños. Se instalaron entonces dos casetas de proyección, una en el mismo real y otra a la salida.

Además, solían programarse numerosas actividades que, siendo una mezcla de deporte y espectáculo, proporcionaban gran colorido y mucha diversión a participantes y espectadores. Como podemos comprobar en el cartel de feria del año 1896, entre otras diversas actuaciones estaban las carreras de cintas a caballo, carreras de velocípedos, los diferentes juegos de cucañas terrestres y marítimas, las regatas, etc.

Los toros

La plaza de toros permanente no se inauguró hasta 1889, pero en los años precedentes ya se organizaron algunas corridas coincidiendo con la feria de septiembre. Precisamente el primer año de feria, en 1835, se celebraron diez corridas en el recién estrenado mercado de abastos emplazado en el solar del antiguo convento de la Trinidad, que se acondicionó como provisional plaza de toros.

En 1839 se proyectó montar otra placita en un local que había servido como tenería o curtiduría situado cerca del actual coso, aunque no consta que realmente se llevase a cabo. Pero las corridas en plaza cerrada, que sería siempre de madera y con carácter provisional, fueron más bien una excepción en Tarifa hasta 1889. Lo habitual era el tradicional correr los toros “al uso del país”, esto es, las reses sueltas o enmaromadas por las calles del pueblo. Esto hacía que el festejo fuese verdaderamente popular, aunque el asunto también tenía su peligro, como es fácil imaginar. Sin embargo, a partir de la construcción de la plaza de mampostería en 1889, la lidia de toros sueltos fue prácticamente suprimida, de lo cual se quejaron muchos aficionados, y entre ellos el artista algecireño José Román, que tenía entre sus variadas aficiones la del toreo, ejerciendo como novillero ocasional. En su obra El libro de los toros nos cuenta con magistral ironía que desde entonces: “Los toros, para que fuera diversión más sana, había que matarlos en la placita por gentes del oficio venidas de Sevilla, de Málaga, de Cádiz; por mocitos pintureros que se les echaban de ternes y graciosos, al paso de las encubiertas del manto…”. Por supuesto, las dichas encubiertas del manto no eran otras que las bellas jóvenes tarifeñas vestidas con el tradicional manto y saya que las cubría casi por completo.

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