Diafragma 2.8
Paco Guerrero
De facilidades
El abucheo a las ideas es la muerte de la inteligencia. Es tal la perversión del debate público hoy que a menudo se confunde la escucha con la aquiescencia, y a la opinión con la que no se está de acuerdo se reacciona en muchas ocasiones con la interrupción de su exposición, como si se tratase de una enfermedad infecciosa. Ha ocurrido esta semana en la gran televisión pública que se nos ha quedado.
Mariló Montero, conocida por tener pocos problemas para decir lo que piensa en ambientes poco amigables, se plantó en La Revuelta a afearle las fobias a RTVE. Dijo que es unidireccional, y es cierto; dijo que la ideología de los presentadores es gemelar y, aunque también sea cierto, ese no es tanto el problema como que haya una única y suprema línea editorial; y dijo que la televisión de los españoles debería ser plural, representarnos a todos y, por ejemplo, ofrecer retransmisiones taurinas. A su opinión le sucedió un abucheo simiesco del público. Cada vez que trataba de explicarse, cuatro o cinco voces la interrumpían. Ojalá Montero no hubiera abrazado el argumento manido del taurino, que es que sin el toreo no existiría el toro, y hubiese sabido explicar la metafísica de su arte, que es la belleza de lo que permanece oculto a los ojos de los que no quieren ver. Quimérico deseo, ya que tampoco se lo habrían permitido, además de que al debate público se le atragantan las expresiones del alma.
A mí la mejor lección en esto del toro y el enterramiento de prejuicios me la dio mi padre. Él se decía antitaurino aunque nunca hubiera pisado una plaza. Un día sucumbió a la tabarra de un amigo, que, con razón, le decía que era un antitaurino por sugestión y no por experiencia, y lo acompañó a una corrida. Salió de allí y un mes después estaba firmando crónicas en el periódico. Por eso le reconozco al mundo del toro una fuerza abstracta que, aunque no comprenda, no quiere decir que no exista. Vi la conversión de mi padre, y vi que mi abuelo, asfixiado ya por el alzhéimer, solo recuperaba los ojos de la cordura cuando frente al televisor asistía a un espectáculo que tiene tan poco de racional, y me he visto a mí completamente sacudido por Tardes de soledad, y he visto a grandes amigos hablar del toro de una forma que envidio porque revela en mí limitaciones que me privan de la voluptuosidad del arte. Yo no sé si un día iré a la plaza y saldré magnetizado, espantado o impertérrito, pero defiendo por adelantado mi derecho a sentir lo que quiera.
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