Ante las últimas revelaciones, en buena lógica podemos asegurar que el ex Rey de España no tiene por qué gozar de presunción de inocencia, puesto que por el lado contrario tampoco puede ser sometido a ningún juicio que pruebe su culpabilidad.

Otra cuestión increíble es que se llame emérito a quien parece acumular en los últimos tiempos nada más que deméritos, justo desde que luce ese título y desde que tuvo que abandonar forzado el peso de la Corona sin dejar la amistad de Corina. Más todavía: es digno de analizar que en una sociedad y régimen democráticos del siglo XXI la Constitución que a todos nos ampara, proteja a uno más que al resto, y que precisamente el excepcionalmente protegido sea el que debe ser más vigilado puesto que ostenta la cabeza del Estado.

Sigamos haciéndonos preguntas sobre este lugar en el que vivimos. Es curioso que quienes dicen que España es un país surrealista pongan como ejemplo la obra de Dalí o Buñuel, y no señalen como uno de las muestras indudables del carácter especial de este rincón europeo el hecho de que una persona pública sea impune de sus actos. Y que transmita esa impunidad, junto con todos sus cargos y títulos, a sus descendientes por vía sanguínea.

Es todo tan extraños… la Monarquía actual ni siquiera puede presumir, como hacían las antiguas, de que su alta dignidad provenga directamente de la gracia de Dios, puesto que en todo caso, como se sabe, vendría de la voluntad del anterior dictador, que todos acatamos en pro de la buena convivencia en la tan necesaria y justamente alabada aunque imperfecta (como toda obra del hombre, que dirían otros) Transición.

Fruto de una inusitada unanimidad de los comentaristas de este país es la idea de que la permanencia de la Corona hereditaria es vital para la estabilidad de este país.

A mis años, que son muchos, y mis luces que no son tantas, no logro todavía vislumbrar la certeza de esta ecuación. Pero si fuera cierta, no diría mucho en favor de una nación a la que muchos llaman la más antigua de Europa.

Tan arraigada está esa idea que son también numerosos los que salen a defender al actual monarca en cuanto se le critica, como si ni siquiera esto se pudiera hacer. Una actitud de veneración que asemeja la Monarquía a una institución sagrada, y lleva a considerar cualquier comentario desfavorable como si de una blasfemia se tratase, lo que obliga, quién lo diría, a no usar su nombre en vano o al papel de fumar para cogerse las palabras.

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