Programa doble

09 de noviembre 2025 - 03:08

El sábado era el día más esperado por la chiquillería del barrio. En el cine ponían programa doble y, por las nueve pesetas que costaba la entrada, podíamos pasar la tarde viendo dos películas en vez de una. Íbamos aprovisionados con el bocadillo que nos preparaba nuestra madre (de carne combí de Gibraltar o de una onza de un chocolate tan duro que ponía a prueba la fortaleza de nuestra dentadura). La sesión comenzaba con la proyección del NO-DO con la omnipresente figura de Franco inaugurando puentes y pantanos o disfrutando en bucólicas escenas familiares. A continuación, se proyectaban los tráilers de los estrenos que se exhibirían en las semanas siguientes.

Éramos un público poco exigente y nos gustaban todas las películas por malas que fuesen. Todo nos parecía bien: Manolo Escobar haciendo de cura, El Pireo en el personaje de Currito de la Cruz, Marisol, las gemelas Pili y Mili… pero cuando de verdad vibrábamos era con las aventuras de Errol Flynn en Robin de los bosques, con Kirk Douglas y Tony Curtis en Los Vikingos y, cómo no, con las películas de indios y vaqueros que vivíamos casi con la misma intensidad que los colonos que, parapeteados tras sus carromatos en circulo, se defendían del ataque de los salvajes pieles rojas. A punto de claudicar, cuando a James Stewart ya no le quedaban balas en su Winchester, el sonido de la trompeta que precedía a la llegada del Séptimo de Caballería levantaba un clamor de júbilo en el patio de butacas. Otras veces se nos encogía el corazón viendo como Gregory Peck y Jennifer Jones se tiroteaban el uno al otro en Duelo al sol o contemplando al malvado Fu Manchú, encarnado por Christopher Lee. Y nos asustábamos al ver como Spencer Tracy ingiriendo un brebaje se transformaba de Dr. Jekyll en Mr. Hyde o al diabólico Vincent Price cortar cabezas en la película de la Hammer El péndulo.

En cambio, nos reíamos a carcajadas con las ocurrencias de Cantinflas o los desatinos de Jerry Lewis. Entonces el cine era la única forma de conocer las maravillas de un mundo que tan lejos estaba de nuestro alcance. Cuando, tras cuatro horas, volvíamos a la realidad teníamos en nuestra imaginación el bagaje suficiente para soñar durante toda la semana.

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