Lo peor del ser humano

El sentimiento de unidad que despierta la impaciencia colectiva es digno de estudio

Lo peor del ser humano no lo saca la traición, el desengaño, el desamor, la infidelidad, el capitalismo o la palabra “gratis”. Lo peor del ser humano lo sacan las colas y las salas de espera de los centros de salud.

Durante estas dos últimas semanas hemos visto cómo los ambulatorios se han convertido en los centros neurálgicos de la cólera de nuestra especie contra un colectivo que para nada la merece. Allí se han reunido juglares medievales vestidos de señores fondones, folclóricas envalentonadas o predicadores con voces de pito que se levantaban de sus asientos para señalar a la pobre enfermera que pasaba por allí: ¡Esa es! ¡Prendedla! ¡A la hoguera!

El sentimiento de unidad que despierta la impaciencia colectiva es digno de estudio. Un fenómeno casi astrológico en el que el racista puede llegar a entenderse con el negro, el homófobo con el homosexual o el vegano más extremista con el omnívoro. Sobre todos ellos flota un denominador común indignante, superior a sus fuerzas e incluso punible: están hasta los cojones porque llevan 45 minutos en la sala de espera del centro de salud.

Del ser humano han dicho los grandes filósofos de la historia que es muchas cosas por naturaleza: imperfecto, social, bueno, malo… ¿Acaso es también impaciente? ¿Tan difícil es recurrir a la calma a pesar del ritmo frenético impuesto de nuestro día a día? Deberíamos tener miedo. No a la muerte, ni a la pérdida, ni a un cataclismo. Deberíamos tener miedo a no ser capaces de soportar la espera.

Porque yo he visto cómo en esas “salas de impaciencia” de los centros de salud un niño de apenas cinco años se entretenía con una tablet (ese debate ya lo trataremos otro día) hasta que la madre, harta, recriminaba de malas maneras al enfermero -porque en esos momentos nuestro mayor pecado es perder la educación- que llevaba media hora esperando a que le hiciesen una PCR. El chaval, tras presenciar la escena, soltaba la máquina, cambiaba su semblante y entraba en el círculo frustrante de la mujer, a la que comenzaba a lanzar preguntas, todas ellas relacionadas con lo que tardaban en atenderles. ¿Esto es lo que tenemos que transmitirles a los más pequeños?

Hay que tener una cosa clara: ni el enfermero, ni la médica, ni el de la puertecita tienen la culpa de la situación que afrontamos, a pesar de que Isabel Díaz Ayuso haga gala de una sinvergonzonería peligrosísima y afirme que existe un complot sanitario en los ambulatorios madrileños para torpedear la atención a los ciudadanos. Aquí, en el esperpento valleinclanesco que envuelve a ciertos gobernantes, la cólera humana sí es entendible. A veces incluso necesaria. Difícilmente justificable es en otros casos.

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