Hasta el último tercio del siglo pasado, Algeciras fue una ciudad de patios. Abundaban por los altos de San Isidro y no escaseaban en las inmediaciones del cuartel del Calvario, la calle Carretas o la misma calle Ancha, en cuyo patio de los Muertos llegaron a la vida insignes escritores y cronistas locales. Un repaso por su toponimia lo es por perdidas referencias, significantes hoy apenas sin sentido: el de Custodio, del Loro, de Pichirichi, de San José o el Grande de la calle Tarifa son nombres que a duras penas logran aflorar en una memoria cada vez más endeble y frágil. Eran todo un tratado de urbanismo, pero también de vida en tiempos de silencio y estraperlo.

Un portal sin timbres ni buzones se abría a la calle y un corredor enlosado comunicaba con el patio interior, adonde se sucedían las viviendas de una comunidad de vecinos que compartían cielo, pero también retrete. Latas abolladas con manos y manos de pintura hacían las veces de macetas donde manos femeninas cuidaban tupidas aspidistras y bruscos a la sombra; esbeltas azucenas y sufridos geranios de sol alegraban irregulares paredes curvas, huecas y crujientes de cal.

Las puertas, siempre abiertas, eran un continuo trajín de pasos que murmuraban, vociferaban y ayudaban a la vez que trasegaban platos de humeante puchero acabado de apartar sobre el que flotaba una rama de yerbabuena recién cortada camino de familias en apuros. En los patios se tendía la ropa y se hablaba a la sombra, se celebraban bodas y se hacían velatorios, reinaba un mundo interior compartido donde había poco resquicio a las intimidades y mucho a la solidaridad.

Al otro lado del río no abundaban tanto, aunque destacaban dos que se convirtieron en referentes sociales: el de Soto, más allá del puente del Matadero y el del Coral, traspasado el de la Conferencia. El primero rompió la tipología usual al organizarse racionalmente las viviendas en varios niveles y plantas que hoy amenaza la más aniquiladora de las ruinas; el segundo se ubicó en un lugar histórico acosado por el más habitual de los olvidos. A él se accedía a través de una rampa en zig-zag que desembocaba en una de las puertas medievales que comunicaba la medina del sur con el río. Entre cantos rodados con siglos de tránsito se fueron agrupando viviendas que hoy muestran el abandono en sus entrañas. Los ladridos de los perros se agrandan a través del páramo de solares que lo rodean apenas custodiado por la mole del antiguo hotel Anglo y alguna superviviente araucaria de viejos jardines ingleses. Varios proyectos para rehabilitar el espacio no han pasado del intento, mientras la ciudad apenas es consciente de que algo más que el último referente de sus patios está próximo a convertirse en un descampado sin memoria, o quizás, algo peor.

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