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ALFONSO Guerra ha escrito sus memorias, Una página difícil de arrancar, título con doble sentido cuyo significado comprenden a la primera quienes han conocido a Alfonso Guerra desde que apareció en la escena pública allá por los años setenta, procedente de Sevilla y como impulsor del Isidoro que después se convirtió en Felipe González. Acompañó a González en sus más importantes aventuras, organizar el PSOE del interior que andaba manga por hombro y, después, el PSOE que en Suresnes se comió a los "históricos" de Llopis y llegó al Gobierno. Guerra fue el brazo derecho de Felipe González en esa peripecia, su sombra, hasta que ocurrió lo que suele ocurrir con los hombres indispensables: que comienzan los celos y recelos y la relación acaba como el rosario de la aurora, irremediablemente rota.
Guerra presenta libro y tras años de casi silencio por propia voluntad y porque probablemente se sentía incómodo con un Zapatero al que consideraba poca cosa, como se ve ahora que ya no es presidente y las críticas son gratis. Es Guerra en estado puro, hiriente e irrespetuoso, incapaz de ver la viga en el ojo propio pero sí la paja en el ojo ajeno, y también el Guerra cargado de ingenio. Va a molestar, pero nadie podrá decir que son las memorias de un mediocre, género que para desgracia de todos tanto abunda en la política actual.
Se nota a distancia que pertenece a una generación que tenía a España como prioridad, capaz de muchas miserias pero que respondía como un autómata, en positivo, cuando estaba en riesgo el prestigio del país o los intereses de los españoles. Sin ningún tipo de complejo, el Guerra que pertenece a un partido de historia republicana, tanto en sus memorias como en sus declaraciones de estos días, sale en defensa del Rey y marca la diferencia entre las responsabilidades institucionales de la Corona y del Rey, y las de los miembros de la Familia Real. Recuerda su actitud a la que mantuvo hace pocos años cuando don Juan Carlos estaba en la diana de los profesionales de la algarada callejera que quemaban su retrato y le vejaban en público sin que los jueces actuaran con la debida contundencia. Guerra, que jamás había acudido a la recepción del 12 de octubre, se presentó en el Palacio Real para demostrar dónde estaba su lealtad.
Es hombre controvertido, irritante, ególatra, con un alto concepto de sí mismo y demoledor con quienes no comparten su criterio. Sus memorias nos retrotraen a una España de la que hay motivos para sentirse orgullosos.
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