Andar y contar
Alejandro Tobalina
Sentido común
José María Arguedas, un escritor indigenista peruano, llegó a escribir que nunca supo si llegó a amar más al puente o al río. La Madrevieja es el nombre de un arroyo de la zona que desagua en el tramo inferior del Guadarranque. Madrevieja es un topónimo que en la América de Arguedas tiene el mismo significado que madrejón: el cauce seco de un río. En lugares más cercanos, como Málaga o Córdoba, se relaciona con una alcantarilla, diminutivo del árabe alcántara, la palabra que significaba el puente, sin más.
Varios cauces articulaban la antigua red hidrográfica de la bahía de Algeciras: el Palmones, el Guadacorte, el Guadarranque y el de la Madrevieja. Este último es el más cercano a la ciudad de San Roque y el primero que debían vadear sus habitantes para dirigirse hacia el oeste, en dirección a Los Barrios o Algeciras. A principios del siglo XVIII la red viaria de la zona en poco difería a la medieval, con lo que el cruce de este cauce se convirtió en un obstáculo para la circulación de lugareños, campesinos, comerciantes y tropas en un siglo muy dado a las escaramuzas bélicas. En 1776, tres años antes del inicio del Gran Asedio de Gibraltar –la historia tiene poco de casual– comenzaron las obras de erección de un ostentoso puente de dos ojos que cruzara el vado. El 16 de julio comenzó el relleno del primer cimiento de una estructura construida con los beneficios de la entresaca, poda y ramas del monte de Murta. Las obras se presupuestaron en casi cuarenta y ocho mil quinientos reales: tres meses después el coste ascendió al doble. Sobre su tajamar central de arenisca del Aljibe se desplazaron tropas que participaron poco después en sitios y asedios, aunque veinte años más tarde una crecida invernal afectó a sus cimientos y no pudo ser reparado hasta 1842.
Hace unos años el viaducto fue reconstruido y desde la cercana autovía podía contemplarse la elegante factura de sus sillares, el enfoscado perfil de su lomo, los arcos de ladrillo visto y las placas conmemorativas con el escudo de la ciudad que se volcó con su erección. Hoy, un cuidado parque linda con la dieciochesca obra que está oculta: ramas, impenetrables frondas y un cañaveral tan tupido como las puertas del Hades cubren el cauce y su silueta, ahora vieja y escondida. Sigue estando donde siempre, pero no puede verse. En estos momentos es difícil amar al puente o al río: cuesta amar lo invisible.
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