Está de moda compartir en las redes fotos antiguas. Algunas veces son verdaderos documentos históricos, fuentes primarias en las que se pueden ver el aspecto del paisaje y del paisanaje. La gente ya de una edad, como yo, se emociona al ver los rostros –algunos conocidos– de hace más de medio siglo, o las calles por las que transitaba, los espacios del vecindario, las labores que se desempeñaban…

Sin embargo, otra de las innumerables cosas que el franquismo nos arrebató a quienes nacimos y vivimos una parte de nuestras vidas en la dictadura, fue la posibilidad de sentir nostalgia de la infancia, de la adolescencia, de la juventud primera. Es que, con frecuencia, echamos de menos esos años en los que se hace difícil no ser dichosa, porque estás estrenando los días, continuamente celebrando una fiesta de inauguración de la vida y sus maravillas. No obstante, para mí significa chocarme contra el muro del subdesarrollo que nos rodeaba por todas partes, es comprobar la precariedad social y cultural en la que nos tenían, sometidas con himnos y con rezos, sin que la ciencia asomara nada más que para aprender las tablas de multiplicar de memoria.

A mí me resulta complicado recrearme en un tiempo en el que, sí, yo era feliz, tenía madre y padre y una familia que abarcaba casi toda la Axarquía malagueña. Corría, saltaba y jugaba en plena naturaleza como una Mowgli, pero la realidad en la que se vivía en las aldeas del valle del río Vélez, desde la costa hasta el Boquete de Zafarraya, podría calificarse como casi medieval.

Por ejemplo, la luz eléctrica la instalaron a mediados de los 60, no había agua corriente en las casas, no existían los cuartos de baño, tampoco contábamos con alcantarillado y las calles eran de tierra y piedras. La asistencia sanitaria era absolutamente inexistente. Había un hospital en Vélez, al que sólo se podía ir en casos de extrema gravedad, si es que llegabas. Esto, junto a una economía de autosuficiencia, prácticamente neolítica y una base tecnológica de háztelo tú misma: desde las casas, a la mayoría de las prendas de vestir, así como prácticamente todos los productos –naturales y transformados– de la alimentación.

Realmente aprecio esas fotografías por el valor histórico de las mismas, pero no puedo sentir añoranza, porque sé que no fueron buenos tiempos, a pesar de la belleza y la bondad que siempre envuelven a la niñez. Creo que quienes anduvimos por ellos, de alguna manera, estamos vacunados contra el recuerdo y desprovistos del gozo de la memoria. Si de algo pudiera sentir orgullo, sería de haber superado las trampas que la dictadura nos fue poniendo y de haberles salido rana a sus promotores.

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