El lobo estepario

Una sociedad arraigada en el odio antisemita, religioso, por trozos de tierras, por ideología,... Por el odio

No se dónde colocarme para observar al mundo y sentir que vivo acorde con él. Es que ya no se dónde ponerme para asumir que formo parte de todo este desastre. Abres el periódico y las nuevas guerras cubren hojas no solo de tinta negra sobre blanco sino de sangre roja sobre la crónica negra. Los políticos son retratados por los periodistas gráficos con caras iracundas, como la de Mónica García. Pasas otra página y te asalta el rostro del candidato de la ultraderecha a la presidencia Argentina, Javier Milei, con los ojos azules ensangrentados por el esfuerzo de su grito. Paso página y veo cómo Aragonès ha hecho un viaje al extranjero según sus propias fronteras independentistas. El Principito tuvo que recorrerse el universo para analizar la esencia de la humanidad desde un puñado de planetas desde donde iba destacando los valores esenciales que deben tener las personas.

Pero tengo el ánimo de Harry Haller, el genio del sufrimiento que Hermann Hesse definía como el lobo estepario que era en parte un grito de angustia y advertencia contra la guerra. En las portadas las páginas nos muestran que el dolor tiene infinidad de formas creadas desde las todas las perversiones humanas. Niños asesinados, padres y madres desgarrados llorando por la muerte. Una sociedad arraigada en el odio antisemita, por el odio entre religiones, el odio por trozos de tierras y líneas fronterizas, por el odio ancestral, por el odio ideológico… Por el odio. Todo visto desde el sotabanco de Haller, un hombre de ideas y libros que subrayó en uno de Novalis la frase de que “hay que estar orgulloso del dolor; todo dolor es un recuerdo de nuestra condición elevada”. Invadida por el dolor que nos acosa y en luto riguroso de camino a una tumba donde tiraré una flor de despedida he ido a pedir un café a la cafetería del tren. Mientras hablaba por teléfono encontrando en aquella voz amiga el consuelo y mi mirada se perdía en la velocidad a la que pasan los campos hacia mi destino, con gestos pedí al camarero un café. Al ir a pagar, y apagar mi móvil tras la conversación, el camarero se dejó llevar por la complicidad para ofrecerme una chocolatina. Debió escuchar algo de mi conversación. O vio la tristeza en mi cara. “Quizá te venga bien ahora”. Nos miramos a los ojos. Nos unió el silencio. Ese casamiento emocional me hizo sentir mejor sentada en mi sotabanco y en el más alto de los planetas del Principito porque ahí en el tren encontré la rosa.

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