El viernes pasado, algunos poetas fuimos llamados al encuentro Lecturas por la paz para recitar con el propósito, en palabras de alcalde, de "unir voces para reclamar diálogo y entendimiento". Cuando llegué al centro en el que se celebraba este acto contra la guerra fui recibida por una exposición que homenajeaba el centenario de la Legión Española. Allí, entre antiguas fotografías y fusiles, tuvo lugar la cita. No pude evitar pensar que esta yuxtaposición de conceptos nos daba una clara lección. Somos seres que satirizan sobre sí mismos sin pretenderlo. Cuando era una niña creía que las guerras eran cosa del pasado. La profesora me había dicho que aprendíamos historia para no tener que repetirla, y después de tanto tiempo suponía que no había más maneras posibles de hacer las cosas mal. Hoy sé que estamos condenados a repetirla de forma cíclica, porque nadie aprende del error ajeno, y menos cuando hay tanto poder y rabia capaces de enterrar ese error. Porque los que hacen la guerra no son nunca los que la sufren. Qué nos queda entonces más que cerrar los ojos y esperar a que pase. Antes de ser madre, al menos, tenía la triste idea de morir habiendo formado parte de esa historia de la que había leído. Ahora que un bebé duerme entre mis brazos solo deseo que los registros históricos permanezcan lejos de nosotros. Ahora que soy madre he perdido los consuelos de los que antes me rodeaba. Consuelos como "son gente adulta" o "son gente lejana", porque ahora, por alguna razón, siento que cada persona que muere podría ser mi hijo. Así que cierro los ojos cuando un niño en un país en guerra aparece en mi televisor. También cuando aparece un soldado y cuando aparece un muerto. Y, sin apagar las noticias, canto canciones a mi bebé para acallar el sonido de la guerra. Y peino el cabello de mi bebé pensando en que una madre ya no podrá peinar el del suyo. Hay un dolor callado en esta conexión con el resto de personas. Un dolor que me dice: "Ojalá sea una pandemia lo que nos termine matando". Porque si fuera la mano del hombre la que acabase a mi hijo jamás podría perdonar a la humanidad. Los caídos en una guerra no solo se cuentan por sus cadáveres, sino por los que no tienen más remedio que mantenerse en pie, por esos a los que únicamente les queda el consuelo de los libros de historia.

Ahora que soy madre sé que la historia no se enseña para aprender, sino para recordar a todos los hijos que murieron. Para que todos, sin excepción, recordemos. Con la esperanza de que el que un día levante el hacha haya leído acerca del dolor pasado y ajeno.

El ser humano pierde una y otra vez el norte y la vida, y en ocasiones incluso se hace novio de la muerte. Ojalá, al menos, nos quede la memoria.

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