Uno de los recuerdos más vividos de mi infancia son esas noches de agosto en las que me tendía junto a mi abuela en el césped a ver las Lágrimas de San Lorenzo. Cuando intentaba señalar al cielo, ella me cogía de la mano y me explicaba que no se apuntaba a las estrellas, porque era como llamar a los muertos y pedirles que te quemasen los ojos. A veces, al mirarla de refilón, la descubría a ella con el dedo en alto, y yo me preguntaba por qué hacía eso que me había prohibido a mí. De adolescente dejé de ir a su casa y empecé a reunirme con mis amigos para verlas. Llevábamos una botella de alcohol y una bolsa de patatas fritas, con ellos las llamaba Las Perseidas, y se convertían en una simple excusa para salir hasta bien entrada la madrugada. Aún así, ni se me ocurría apuntar al cielo. Tenía miedo de que los fantasmas me persiguieran. La primera cita que tuve con mi marido vimos la lluvia de asteroides desde el capó de su coche. No fue la sensación mística que tenía con mi abuela, tampoco la terrenal que experimentaba cuando el cielo era sólo un argumento para beber. En aquella época empecé a vislumbrar la enorme paz y belleza que acompañan a la melancolía. Han pasado diez años desde entonces, y aunque todavía no están en su máximo esplendor, anoche fue la primera vez que pude ver este acontecimiento con mi hijo. Mi abuela falleció hace seis agostos. Ahora Las Perseidas vuelven a llamarse Lágrimas de San Lorenzo. He aprendido que reciben el nombre del mártir no solo por su proximidad en el santoral, sino porque murió quemado sobre las brasas. Se asocia a las estrellas fulgurantes con su cuerpo calcinado viajando por el firmamento, quemando a los que se atreven a juzgarle, iluminando a los que le veneran. Anoche, cuando me tumbé a verlas, mi hijo empezó a señalar hacia el cielo. Yo le apartaba la mano con cariño, por esa antigua superstición que acompaña a los recuerdos de mis veranos. Fue entonces cuando me asaltó la imagen de los largos y delgados dedos de mi abuela invocando en secreto mientras a mí me prohibía hacerlo, fue entonces cuando comprendí la razón de sus actos. Nadie que realmente haya tenido y perdido teme a los fantasmas, nadie que haya vivido con la culpa teme quedarse ciego. Es curioso cómo, por escépticos que seamos, las estrellas no son, nunca, solo estrellas. Hay magias a las que nadie es capaz de escapar. Quizás algún día mi hijo apunte hacia el cielo intentando que alguien, allí arriba, le encuentre o le queme los ojos. Ojalá esta noche vosotros seáis los que decidan apuntar. Porque perderle el miedo a la muerte es la prueba más clara de que realmente hemos amado. Y a quién no le sobran los ojos cuando ya posee aquello que tanto deseaba encontrar.

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