
La esquina
José Aguilar
Por qué no acaba la corrupción
Cambio de sentido
De las ciudades invisibles –pero que juraría que existen– del viejo Italo Calvino, mi prefe (o casi) es Octavia, ciudad colgada en un precipicio, donde sus gentes caminan por travesaños de madera con cuidado de no meter el pie en sus intersticios. “Suspendida en el abismo –explica Marco Polo–, la vida de los habitantes de Octavia es menos incierta que en otras ciudades. Saben que la resistencia de la red tiene un límite”. En estos tiempos, no sería mala idea aprender de los vecinos de esa villa, no para conformarnos con que no funcionen las cosas ni estén previstas las contingencias, sino para conocer que con los gobernadores de este mundo es imposible estar tranquilos, y para (ya en el fuero interno de cada cual) no confundir la parálisis y la muerte en vida con eso a lo que llamamos –falsamente– seguridad y certeza.
El horror de la dana, el apagón y los trenes que ayer no llegaban al sur han sacudido a bastantes personas, a las que escucho desengañarse al descubrir que acá, tras los altos muros de Europa, no son tan firmes las firmes estructuras. Las debacles siempre les pasa a otros, a esos de Palestina o India o Haití que salen por la tele hasta las cejas de sangre y lodo. Ahora descubrimos, para nuestro vértigo, que aquí también se parte todo en un instante. A qué extrañarnos, si los dirigentes de todo orden andan a sus cosas, en sus tejemanejes y juegos de poder; no podemos pretender que nos libren del mal, amén. En este estado de cosas, en vez (o además) de exigirle a la democracia y la gestión de lo público que lo sean, los que pueden optan por la privatización de las certezas: seguros médicos, alarmas, estudios y seguridad privada, y una cámara como un ojo en casa, conectada a una empresa de videovigilancia. Los servicios públicos y los sistemas solidarios de previsión, asistencia o pensión son vistos –por quienes les sale a cuenta hacer de pago lo que antes era derecho y bien común– como buenistas, cosas de tontainas que no miran por su exclusivo bien individual (Albert Rivera revivió hace no mucho para soltar, nada menos, que el sistema público de pensiones es una estafa piramidal). No sé de qué nos sorprendemos cuando comprobamos que los supuestos servidores públicos no lo son en absoluto.
Ya en el terreno de lo íntimo, tampoco sé de qué nos extrañamos cuando algo gira, duele, se quiebra, o incluso se nos abre algo lindo por los adentros. La vida es eso que sucede mientras estás intentando recordar qué decía la dichosa frase de John Lennon.
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