
Diafragma 2.8
Paco Guerrero
De lección
La casa de la abuela es una cámara acorazada de la memoria que protege, como un perro tricéfalo la piedra filosofal, esta sabia guardiana de los recuerdos con los cabellos besados por la nieve. Allí cuentan historias hasta las cucharas, te llena de nostalgia hasta el clic del manillar, y ese gotelé terrible del pasillo cada vez te lo parece menos porque a cada paso te susurra en un pretérito perfecto simple que te sacude la boca del estómago. La casa de la abuela es un mausoleo de lo que un día fuimos y que en el fondo nunca dejaremos de ser.
Una casa se hace con el tiempo, no con ladrillo y hormigón. Hay lágrimas que derramar, sonrisas que esbozar, fiestas y comidas que organizar y resacas que librar para despojar a la casa de ese terrible materialismo propio del viejo que en los 70 se compró tres cuchitriles por cuatro duros y hoy celebra la estrategia visionaria con cara de gran tenedor mientras baila salsa con la esposa en Torrevieja. La casa, la verdadera casa, sobrevive a la marcha de quien la habita.
Sospecho que se me está poniendo poco a poco cara de burgués y que, sin yo quererlo, se me va sustituyendo el jersey de punto por la levita y el pantalón por el calzón: tengo 30 años y se vislumbra en el horizonte la compra de un piso inalcanzable para la mayoría y que no hubiera sido posible sin el dinero de un padre muerto que cotizó mucho y una pelea de una hija y una tía que lo han puesto a la venta con un lacito. Fuimos a verlo con las arras entregadas, como kamikazes que se precipitan sobre un acorazado yanqui en el Pacífico. Nada más cruzar la puerta ya era nuestro y, sin embargo, pocas cosas he sentido tan ajenas.
Sobre la mesa del salón reposaba aún la pipa que el antiguo dueño, fallecido, fumaba; en su biblioteca, perfectamente ordenadas, descansaban una colección de las obras completas de Asimov, una edición maravillosa del Quijote y decenas de libros que ansío arrogarme; en la pared de su despacho, enmarcado, estaba su certificado de colegiación y en el mueble licorera de roble, el Johnnie Walker a medias. El antiguo dueño estaba muerto, sí, pero esa disposición tan natural de sus cosas me hacía pensar que de un momento a otro iba a subir de comprar el pan e iba a encontrarse en su casa a dos jóvenes extraños y a un tipo con traje y una carpeta debajo del brazo. Le pregunté al agente inmobiliario cuándo sucedió, cuándo murió. En agosto, contestó. Me pregunté entonces qué somos en esta vida cuando, cuatro meses después de morirte, una casa que has construido con risas, sollozos y pillapillas con la querida hija te la ponen en un anuncio de Idealista. Rato diría que es el mercado, amigo. Y tiene razón. Me fui de allí pensando en los nietos del buen hombre. El gotelé de ese pasillo nunca dejará de susurrarme historias que no me pertenecen.
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